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Patxi Abasolo Lopez

Viaje por Castilla

Estas vacaciones me he acercado a tierras castellanas. Han sido dos semanas recorriendo pueblos en los que ya casi nadie quiere vivir, pueblos que van perdiendo irremediablemente sus propias huellas de identidad para convertirse en simples copias de esos otros pueblos más grandes, las ciudades, a las que sus gentes emigraron hace ya mucho tiempo.

Los silos se cierran, las paneras sólo recobran vida durante las fiestas, y las construcciones de adobe van convirtiéndose inexorablemente en pequeños rincones ruinosos, propiedades de familias a quienes ese espacio ya no dice nada. Es la magia que desaparece con la abuela, esa auténtica prestidigitadora de las relaciones familiares y, muy especialmente, de la intendencia de toda la casa.

Allí han quedado esas tierras ya sin fruto, eras aún con grano, pueblos con iglesia y frontón, pero también con cruces que sólo recuerdan a unos pocos, dejando en el olvido, una vez más, a quienes padecieron la barbarie de aquellos otros que nunca pidieron perdón y siempre negaron justicia.

Y con esa imagen me he despedido de una Castilla que lleva ya 500 años, demasiado tiempo, presa de sí misma. Presa y apresadora al mismo tiempo. En verdad, ¡motivo tiene Castilla para indignarse... de sí misma! Y debe hacerlo, pero de verdad. Porque sólo entonces, cuando se encuentre a sí misma, podrá encontrarse con el resto de pueblos y gentes sin que ello conlleve dolor y sufrimiento.

Digo adiós, pues, a esa Castilla árida y oscura, la de Cisneros y Santiago matamoros, de caciques y cuneteros, con la mirada puesta en esa encina y esa planta en flor en medio de grandes extensiones donde el agua brilla por su ausencia, con la esperanza que sean brotes de una nueva Castilla, una Castilla libre (sí, sobre todo, de sí misma) y comunera.

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