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Sin victoria, pero sin prisa para la salida

A escasos días del décimo aniversario del 11-S, EEUU parece haber llamado al fin de las guerras para centrarse en la delicada situación doméstica. Ayer, paradójicamente, se conoció la noticia de que agosto fue el primer mes sin víctimas mortales en Irak desde la invasión de 2003 y, a su vez, el mes con más bajas mortales en la guerra de Afganistán. No satisfecho con hacer la guerra en ambos países, hoy sus aviones no tripulados disparan misiles y sus fuerzas especiales matan, también a civiles inocentes, en Pakistán, Yemen, Somalia y en Libia; sigue apostando por la estrategia de multiplicar focos sin poder apagar ningún fuego. Pero la maquinaría bélica se sobrecalienta, las perdidas humanas y económicas se disparan, con una opinión pública cada día más hostil. Como mucho, coloca presidentes del estilo Karzai, anglófonos en nómina de la CIA.

Con motivo del fin del Ramadán, el esquivo líder del movimiento de resistencia talibán, mullah Omar, hizo público un mensaje desafiante hacia los ocupantes y conciliador hacia los afganos. Se mostró seguro de la «victoria» y con fuerza para imponer condiciones a cualquier tipo de negociación: la retirada de los ocupantes. Sin negar lo simbólico de la fecha y que la propaganda es clave en cualquier guerra, los hechos están demostrando que la victoria militar es un imposible y que retrasar lo inevitable, es decir, una retirada unilateral, sólo aumenta el desastre de una guerra que nunca debió comenzar. Y nadie parece saber cómo acabar.

La ortodoxia del masivo complejo de seguridad de EEUU -mayor del que nadie imaginó aun cuando se enfrentaba a una superpotencia nuclear como la URSS- dicta que cuando se trata de guerras no hay prisa en la salida. Es un monstruo voraz, necesita ser cultivado y alimentado de guerras, aunque no tengan victoria ni logros significativos en el horizonte. En estos tiempos de fijar techo a la deuda pública, ¿no ha llegado el momento de bajar el techo, y la persiana, de esas guerras?

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