Iñaki Egaña | Historiador
Recuerdos del futuro
Al abrigo de los aires que circulan por nuestras calles adoquinadas, van abriéndose puertas de estancias que han estado cerradas durante años y que, de improviso, nos recuerdan la vida y la muerte. He conocido el desasosiego permanente adherido a las piedras de los muros de cárceles y escondrijos, pero también la alegría de fiestas efímeras y kalejiras repletas de juventud. A pesar del siniestro, hemos sobrevivido, eso sí, con una carga repleta de añoranzas.
Y de zozobras. También de satisfacciones.
La esperanza en el futuro nos ha mantenido vivos. Se fueron derrumbando con estrépito algunos de nuestros más fervientes espejos, en Nicaragua, en El Salvador, en Chile, incluso en Berlín, y nos quedamos desamparados, acogidos por el eco de canciones revolucionarias y los capítulos de libros de intrigas. Tal y como nuestros padres soñaron con Vietnam (crear uno, dos, tres Vietnam en el mensaje a la Tricontinental del Ché en 1966), con las revueltas de los estudiantes en París en 1968 o la de los indios metropolitanos en Italia, también por aquel entonces la victoria colectiva estaba a la vuelta de la esquina.
Simultáneamente, supimos de los sioux y los cherokees alcoholizados en sus reservas, de los horrores de la nomenclatura en nombre del pueblo, de las miserias de los hijos comunistas de aquellos míticos resistentes, del reparto de la tarta en cuanto los más radicales de la tierra alcanzaron la silla del poder. De Stalin, de Pol Pot, de Roger Debray, de Michel Labeguery... Nos dio un vuelco al corazón la extensión de la corrupción en tiempos del Daniel Ortega sandinista.
Nos deslizamos por la senda de la incomprensión cuando Francia dio cobertura a los grupos parapoliciales, cuando desde países supuestamente amigos (Venezuela entre ellos) expulsaban a refugiados, cuando la Argelia del Frente de Liberación Nacional, tantas veces recordado, dio pábulo a las pretensiones españolas, añadiendo que no era neutra en eso de las negociaciones, sino que apostaba abiertamente por Madrid.
A nuestra generación le tocó, como a la que vivió la victoria del fascismo, conocer los sinsabores de la llamada democracia. De la Constitución española, de la OTAN y de la realpolitik de quienes se llamaban socialistas, que se jactaban de encarcelar a más vascos que nadie. Que ilegalizaban partidos y que elogiaban tricornios y banqueros por igual. Que, nos decían los más ancianos, repetían mensajes que hace años hubieran supuesto falangistas.
Un buen día comprendimos que estábamos solos. Bueno, casi solos. Que no era cómo cuando el Juicio de Burgos, solidarios espoleados por la prensa antifranquista en una España sociológicamente franquista. Que el pasado había desaparecido en cuanto varios tuvieron oportunidad de agrandar los bolsillos y aparecer en las primeras páginas de los diarios de Murdoch o en las televisiones de Valerio Lazarov.
Cuando nuestros equipos viajaban fuera de nuestros límites les abroncaban, agredían a sus seguidores. Pinchaban las ruedas de los coches de nuestros amigos por llevar los colores de la tricolor o el símbolo de la oveja latxa. Insultaban a quienes portaban la ikurriña, aunque lo hicieran en un acto de apoyo al jefe de la cristiandad, y nos robaban en los parkings vigilados de las prisiones, en donde saludábamos a nuestros hijos e hijas.
Los de izquierdas y derechas nos llamaban fanáticos desde púlpitos recubiertos de pólizas al portador, los columnistas progres apelaban a la modernidad, mostrando sus zapatos fashion y carcajeándose de nuestras abarcas. El fin de la historia, vino a decir Fukuyama, que es lo mismo que el de las ideologías que proclama Odón Elorza o el de los derechos civiles de Jaime Mayor (Oreja) o Alfredo Pérez (Rubalcaba). Nada importa, ni futuro ni pasado. Sólo gestionar el dinero y la nación, el euro y España, los bonos del estado y Francia. Y la silicona en las tetas de la artista de moda.
Decía que casi solos. Nobleza obliga. En todo el mundo encontramos amigos. Algunos, como en Brescia, en Bolzano, en Barcelona, en Madrid, en Lille, en Frankfurt, en Londres... en Uruguay. Amigos y amigas, compañeros y compañeras. También sangre de nuestra sangre, en euskal etxeas, gaztetxes. Eran y son la excepción, los que valen la pena.
En esa soledad retornamos a nuestros palacios de invierno y descubrimos que el tesoro estaba en casa. Que no hemos hecho sino lo único que podíamos hacer. Como le oí en cierta ocasión a Marc Légasse, abriendo la ventana de su terraza en Sokoa y aspirando el salitre del puerto de Donibane Lohizune: «en este escenario lo extraño habría sido no ser abertzale. Estamos predestinados a ser lo que somos». Algo similar nos contaba el ondarrutara Fran Aldanondo, último preso del franquismo, muerto por la Guardia Civil en 1979: «Somos hijos del tiempo (eguraldia). No podemos ser de otra manera».
Es cierto. Nuestros padres sufrieron destierro, nuestros abuelos cárcel. Nuestras abuelas lloraron en la oscuridad las ausencias y nuestras madres guardaron en el bolso tantas cosas que perdieron la memoria de a dónde iban y qué portaban. No podíamos ser de otra manera y nadie, desde el exterior, nos lo iba a recordar.
Aprendimos, sin embargo, una gran lección. Cuando volvimos a casa comprobamos, con estupor, que los nuestros eran más que aquellos que nos habían ayudado a cruzar la muga o nos abrieron la puerta de su casa en una carga policial. Los nuestros, y es una de las razones por las que jamás abandonaré este maravilloso barco, son la mayoría. Una mayoría que, en aras a no sé qué cuento chino, ha sido abandonada a la suerte de la historia, es decir, ha sido borrada del mapa de la lucha por un mundo mejor. ¿Por qué? Porque ese mundo mejor, esa defensa patria, es pecado. Mortal.
Rehaciendo el camino me he encontrado con socialistas, republicanos, anarquistas, abertzales, incluso carlistas (¿quién lo iba a decir?) que finalmente componen mi bagaje. La mochila de mi vida, de nuestra vida, sobre todo de la de aquellos que adquirieron mayor compromiso. Creo que fue Txabi Etxebarrieta quien señalaba que «todos debían dar un poco para que algunos no lo dieran todo». Muchos, demasiados sin embargo, lo dieron todo.
Ahora aquellos que se borraron del mapa cuando Murdoch y Lazarov firmaron sus talonarios, que aprovecharon la gestión de lo público para colocar a los suyos, que expulsaron a la disidencia... ahora que todos ellos exigen una rectificación de la historia y un arrepentimiento cristiano de lo vivido, ahora... es hora de recordarles que no tienen más legitimidad para exigir que la del látigo. Porque sin látigo no son nada.
Es hora de recordar, por ejemplo, que olvidaron a sus muertos, que ningunearon a los suyos, que nos zancadillearon a quienes abríamos la puerta a la recuperación de la memoria. A Cándido Saseta no lo repatrió la casualidad, a los centenares de fusilados en Ezkaba, socialistas la mayoría, no los dignificó la Fundación Ramón Rubial. A los obreros masacrados en Gasteiz en 1976, cuyo recuerdo es apaleado por la Ertzaintza, les niegan su condición de víctimas. Hijos también de víctimas.
«Pagarán su culpa los traidores», apunta la canción aquella que recuerda a Salvador Allende. La traición es de ellos y se consumó hace muchos años. Hombres sin pasado, hombres si escrúpulos, se arrepintieron de los suyos y por eso los hicimos nuestros. En Ferraz, en Managua, en Santiago, en Bolonia, en París... taparon los muros de las paredes. Ahora quieren que nos arrepintamos de los nuestros, y por extensión de los suyos, que reneguemos de nuestro pasado. Desfachatez la suya.
Creemos en el futuro. Firmemente. Y por eso recordaremos con orgullo el camino recorrido. ¿Equivocaciones? ¿Quién marca la línea? La vida es una apuesta. Y quien no apuesta no se equivoca. Ayer, hoy y mañana. Somos lo que somos gracias a todos los que, ahora, nos quieren borrar.
¿Arrepentimiento?
¡Qué poco nos conocen!