El gigante enérgetico francés EDF se apresuró a enmarcar la explosión en el complejo nuclear de Marcoule como un accidente industrial menor, en absoluto calificable como accidente nuclear. Sin decirlo, sugirió que fue un lamentable incidente que pasa en cualquier industria, que no debería alarmar a nadie ni ser utilizado para un ejercicio de hipocresía, máxime cuando el mismo día la explosión de un depósito de crudo en Kenia había provocado una tragedia de más de 100 muertos. Al igual que ocurriera en Fukushima, las informaciones fueron en una misma dirección: minimizar las consecuencias, negar cualquier impacto radiológico y cerrar los respiraderos a un debate sobre el futuro nuclear, que países vecinos como Italia, Alemania y Suiza han enfocado hacia la desnuclearización.

El francés es el estado más dependiente de lo nuclear del mundo, un exportador de primer orden de la energía del átomo, trata los residuos nucleares de prácticamente todo el mundo y su joya de la corona, el gigante estatal Areva, es quizás la compañía más preeminente del Estado. Sentada en el selecto club de la «mesa nuclear» que domina el mundo, y haciendo de ello bandera de su independencia, ha anunciado la creación de una cuarta generación de centrales que, precisamente, va a tener como una de sus sedes Marcoule. Un complejo cuya principal actividad no era otra que limpiarse a sí misma, hacer frente al legado radioactivo de sus residuos acumulados durante los casi 60 años de funcionamiento.

Pero ¿las instalaciones nucleares francesas son seguras? Eso afirmó el Gobierno tras la catástrofe de Fukushima. Y, a la vista de una realidad, mintió. El sacrosanto modelo francés de energía hipersegura y superbarata tendrá mayores dificultades para ser exportado. Los accidentes nucleares son como un teclado internacional: nadie sabe muy bien dónde están los acentos, pero todo el mundo conoce y reconoce que existen. Harrisburg, Chernobyl o Fukushima tienen ya una gramática universal. Marcoule no es una excepción francesa.