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Análisis | Actitudes ante la crisis económica

Ajuste, la palabra de moda

El autor sitúa el origen de la crisis en la «entrada masiva de dinero», creando una burbuja que estalló dejando una estela de deudas. A la hora de buscar soluciones, apuesta por equilibrar ingresos y gastos, pero no recortanto en aspectos como la sanidad o la enseñanza.

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Isidro ESNAOLA | Economista

Ajuste. Esta parece que va a ser la palabra de moda de la temporada de otoño en nuestro país y en los de alrededor. Da la impresión de que la realidad ha provocado que se abandone la idea de una pronta recuperación, aunque quizás un poco tarde, que ya han pasado tres años desde la caída de Lehman Brothers. Otra cosa muy distinta es que se haya avanzado en la comprensión de la naturaleza de la crisis que padecemos.

No ha sido una crisis típica de las que se generan a consecuencia de los desequilibrios que se dan entre lo que se produce y lo que se consume, generalmente porque se llega a un punto en el que se satura el mercado con algún producto o porque productos que se fabrican en grandes cantidades son sustituidos por otros, dejando a los primeros completamente obsoletos.

En ese punto, la producción de esa rama se suele parar y se transforma para dedicarse a fabricar otro tipo de cosas o, en algunos casos, desaparece. Son conocidas las consecuencias: cierre, a veces temporal y a veces definitivo, de aquellas empresas que no son necesarias, y paro obrero. Los desarreglos se reducen poco a poco y todo vuelve a la normalidad más o menos rápidamente.

Las raíces de la crisis actual no están en ese tipo de desajustes -aunque también se han dado, sobre todo en la construcción-, sino en la entrada masiva de dinero. Éste ha fluido hacia nosotros ayudado por nuestra pertenencia al euro, que daba cierta seguridad a los inversores. «A fin de cuentas, detrás del euro está Alemania». A día de hoy no está tan claro, pero eso pensaba todo el mundo. También han favorecido ese flujo los bajos tipos de interés. Cuando los tipos son bajos endeudarse es barato y se tira de crédito, lo que aumenta más la cantidad de dinero en circulación.

Y por último un entramado institucional que, por una parte, con el Banco de España a la cabeza, no ha sabido o no ha querido parar esa orgía y; por otra, las instituciones locales, que han visto una manera de componer sus maltrechos presupuestos permitiendo que todo ese dinero se dedicara a la especulación urbanística.

El efecto de esa entrada masiva de dinero es una sensación de riqueza que no afecta a una determinada rama de la actividad, sino que se extiende y que se conoce como burbuja; todo está inflado pero no hay más que aire. El creer que somos más ricos de lo que realmente somos provoca que la gente y las empresas tomen decisiones erróneas: se gasta más de lo que se debería, se invierte más, se especula con el suelo y las viviendas. Al final todo el mundo termina más endeudado. Hasta que la burbuja explota.

El dinero es cobarde y es el primero que huye cuando las cosas se tuercen. Y cuando se va no suele volver en una buena temporada, sólo deja tras de sí una estela de deudas. La mejor manera de salir de la situación es proceder a una quiebra ordenada de todas aquellas empresas, bancos y familias que no estén en condiciones de devolver sus créditos.

Con la quiebra todo el mundo pierde algo, pero a cambio la mayoría se quita una pesada carga que seguramente al final no podría devolver y eso permite volver a empezar sin estar atenazados por intereses y amortizaciones de préstamos que restan la mayor parte de lo que se gana. Es más o menos lo que hizo Islandia. Aunque el golpe inicial fue fuerte, ahora mismo está saliendo a flote y, lo más importante, sin ataduras.

En nuestro entorno se optó por algo mucho más típico: aguantar. Se dio a entender que la crisis sería pasajera. Y con un cambalache encima de otro se ha ido tirando hasta comprender que el tiempo del dinero a espuertas se ha acabado, que nuestras deudas son las de 2008 pero que nuestra riqueza es más o menos la de 2005.

Y ahora a hacer lo que había que haber hecho hace ya tres años: liquidar lo que no se va a poder pagar y ajustar nuestros gastos a nuestro nivel de riqueza que es, más o menos, el de hace seis años.

Evidentemente, los que han presionado para que no se produjera el ajuste han sido los grandes prestamistas, los bancos, el sector financiero, que tenían mucho que perder si todo el castillo se venía abajo. Son los que han evitado una salida a la crisis coherente con la naturaleza especulativa de la misma. Tres años más tarde, encajar ingresos y gastos es ya inevitable.

Por la parte de los ingresos, el debate resulta ciertamente extraño. La semana pasada se estaba pendiente de lo que dijeran los ricos. Al final no dijeron nada. Puede que no haya nadie que considere que entra en esa categoría o, lo más probable, que no tengan ninguna intención de pagar más. Eso sí, a la hora de apretarse el cinturón, que generalmente suele ser el de la clase trabajadora, ellos son los primeros en proclamar la necesidad de hacer sacrificios.

Tras el silencio, el Gobierno español ha recuperado el Impuesto sobre el Patrimonio con carácter temporal, para dos años. Da sensación de improvisación y de miedo atroz a incomodar a los ricos. No se trata de que los ricos paguen ahora un poquito más, sino de que todas las rentas paguen igual, independientemente de dónde provengan. Los actuales sistemas tributarios son profundamente injustos, tal y como han señalado algunas de las personas más ricas e influyentes del mundo.

El debate sobre el ajuste por la parte de los ingresos públicos se está dando en unos términos bastante timoratos, pero el ajuste de los gastos se ha desatado con una virulencia que asusta. Los seguidores del Tea Party muestran el camino con medidas drásticas de recorte de los presupuestos destinados a enseñanza, sanidad y empleo público, esto último además en un momento en el que el paro no deja de crecer. Los recursos empleados en sanidad o enseñanza no son gastos, sino inversiones de futuro y que además tienen un fuerte carácter social.

Con la cuestión del ajuste la derecha ha encontrado un filón para hacer realidad su sueño de un estado mínimo y de paso para esconder el debate fiscal. No está de más recordar aquí que son precisamente los estados que mayor presión fiscal tienen, y por lo tanto, unos servicios públicos más grandes y desarrollados, los que menores tasas de paro soportan.

El camino no es por lo tanto menos estado, sino más; no son menos impuestos, sino una distribución justa de la carga fiscal; no son menos gastos, sino más inversión social.

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