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Carlos GIL | Analista cultural

Secreto

Un tren atraviesa la estepa; dos prelados hablan de códigos. La velocidad y el tocino. Libros esotéricos, periódicos deportivos. Los ronquidos siempre suenan en el sentido de la marcha. El sol estremece. Los olivos no tienen sombra. Hay un código para cada moral. Mandamientos, dogmas, códices, secretos y secreteres. El hilo musical se enreda entre sofismas. El túnel está iluminado. Al fondo a la derecha, como siempre, alguien mira de reojo. ¿En qué estás pensando?

Pesa más el código genético que el penal. Una palabra vuela, una escopeta apunta, se escucha un disparo seco, cae aleteando un poema dadaísta en las exequias. Llegamos a una frontera imaginaria donde los pasaportes son células ópticas ciegas. Los prelados siguen hablando de códigos, de vídeos, de una sensación de pertenencia a una colectividad, como una hormiga trabajadora, emocionada, en el vía crucis papal. Los curas hablan en voz alta porque siempre están predicando.

Somos un código formado por cientos de códigos. Alfabetos que se descomponen y se reafirman en figuras retóricas que acaban gestando otros signos. El único secreto al que aspiramos es el del cerdo ibérico. Otra palabra salta obstáculos y se corona perdedora. Nadie apunta con el dedo. Los meteoritos han expedido un recuerdo larvado en forma de trenza festoneada. Huele a tostada de centeno. Un flautista se baña en la fuente de los patos y logra atravesar los agujeros con el aire de un pensamiento débil. Al final, la muchacha recoge la flor, besa al poeta, baila sin pudor. El pájaro carpintero repica por fandangos. Tararea una profunda jota el experto en códigos de barras de bar.

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