Ainhoa Güemes Moreno | Periodista y agente de igualdad
Por amor a la vida
Hay razones de peso para llorar, para estar triste. Alfonso Sastre, ante el cierre y destrucción de Kukutza, fábrica de sueños autogestionada, no puede ocultar sus lágrimas. Sombra le pregunta: «¿Por qué llora?»; Nuestro querido dramaturgo le responde: «Lloraba de indignación o, con otra palabra que ahora no está de moda, de cólera. Lloraba porque no podía meterle una puñalada en el corazón a quienes han provocado en mí esta cólera». Razones para llorar y encolerizarse no faltan. Esta mañana, en la calle San Francisco, seis policías rodeaban y cacheaban a un chico del Magreb, estampándole violentamente la cara contra una persiana. Hace apenas unas semanas, encontraron el cuerpo sin vida de Zainab al Hosni, una adolescente siria secuestrada por las fuerzas de seguridad, que según fuentes de Amnistía Internacional, fue decapitada con el objetivo de presionar a su hermano activista; le cortaron los brazos y le arrancaron la piel.
Corazones arrancados de cuajo, vidas brutalmente mutiladas. Nadie mejor que Doctor Deseo expresa en sus letras la frustración y la rabia de quien solo tiene en sus manos un puñado de sueños rotos: «La ciudad está a tus pies, no está mal para empezar. Ahora viene lo mejor, vas a hacerla bailar. Nadie hizo nada por ti, si no fue para matar cada sueño, cada sonrisa. Ahora se van a enterar de lo que se puede hacer con veinte años de mala hostia. ¡Dispara ya!». El sistema capitalista y patriarcal se guía por una voluntad nihilista (voluntad de la nada, que produce carencia a expensas de la generosidad y la abundancia), como un tanque o una apisonadora destruye todo lo que encuentra a su paso, agotando los recursos y los alimentos. ¿Cómo combatir una voluntad que busca el sufrimiento? ¿Cómo destruir la fábrica inmunda en la que se lleva a cabo una hiper-producción del dolor? No nos queda otra opción que disparar al centro de las posibilidades creativas, apuntando directamente a la felicidad y a la esperanza. Hagamos uso de la libertad de expresión y creación, de la horizontalidad organizativa y de la lucha colectiva para transformar el mundo en algo mejor, en algo más bello. Por amor a la vida pongamos en marcha nuestras máquinas y artilugios de defensa, aunque sea una empresa peligrosa, por la supervivencia de este planeta merece la pena arriesgarse, merece la pena pensar y actuar de manera crítica.
Nietzsche vio con claridad que los hombres (y las mujeres) de la mala conciencia, «los débiles, los resentidos han encontrado el medio de satisfacer mejor la venganza, de extender mejor el contagio, y están dispuestos a hacer expiar, están ansiosos por representar el papel de verdugos». Ellos, los verdugos, quienes acusan a otros de actuar con violencia, quienes condenan a los otros por apología o enaltecimiento del terrorismo, hombres y mujeres grises que niegan la potencialidad afirmativa de los deseos, de los sueños y las utopías, que hacen un uso deplorable de las fuerzas más reactivas para agotar la vida en toda su afirmación. Ellos y ellas, enemigos de la vida, que defienden la propiedad privada y el Estado, que se sirven de jueces y mercenarios, en palabras del filósofo intempestivo: «Son la especie más mentirosa, perros hipócritas, les gusta hablar entre humo y gritos, para hacer creer que sus palabras salen de las entrañas de las cosas. El Estado al que sirven quiere absolutamente ser la bestia más importante sobre la tierra; y se le cree».
Existen razones para llorar, pero hay motivos de peso por los que debemos ser capaces de reír y de afirmar, de bailar y de soñar: «¡Cuánta belleza y dolor! Estrella que naciste fugaz. ¿Dónde estás amor que ya no te encuentro? Baila conmigo este vals, girar y girar en la noche, hasta que la aurora nos grite que amanece de nuevo». Los gestos y gritos solidarios a favor de Kukutza han explosionado en una producción de afectos tan vivificante, tan extraordinaria, que una vez más queda claro que no hay nada que perder y mucho por ganar. Quienes somos parte de esa ciudadanía disidente, alegre y soñadora a la que intentan por todos los medios reprimir, nos sentimos como la hermandad de perros y perras sin dueño a la que cantaba Doctor Deseo: «La rabia se clava en el pecho. Que frío el silencio que mata deseos. Agarra fuerte mi mano, para poder salir de aquí».
En nuestras manos los sueños rotos pueden transformarse en caricias, en juegos malabares y pirotecnia festiva. Llamas y chispas contra los malos humos, contra la crueldad, la tiranía y la estupidez. Aunque inundadas de ternura nuestras manos no sean capaces ni de aplastar un mosquito, contra las garras metálicas del aparato de estado hay que decir no. Extraer de esa negación la posibilidad afirmativa que contiene. No más cargas sobre nuestras espaldas, no más corazones pacientes ante los castigos y las injusticias. La vida no es una pesada carga. No asumamos la realidad tal y como nos la quieren imponer. Es el momento de decir bien alto que no. No en nuestro nombre, no con nuestros votos.
Para transformar, para transmutar el dolor en alegría, debemos combatir la voluntad nihilista. Se trataría pues de afirmarnos desde el punto de vista de una voluntad que goza, en lugar de sufrir. Afirmar, dice Nietzsche, es aligerar; no cargar la vida, es decir, crear valores nuevos que sean los de la vida, porque sólo hay creación en la medida en que, lejos de separar la vida de lo que puede, utilizamos el excedente para inventar nuevas formas de vida: «Y lo que habéis llamado mundo, tenéis que empezar por crearlo; vuestra razón, vuestra imaginación, vuestra voluntad, vuestro amor, deben convertirse en este mundo». Esta es la tarea que sin duda se estaba desarrollando en Kukutza, un dulce sueño, un proyecto cultural que se ha ido materializando por amor a las múltiples expresiones vitales, por amor y respeto a la diversidad.
Cuándo llegará por fin el momento de amar?, ¿cuándo retornará de una vez por todas el momento de cantar a la vida, de bailar con la vida, de danzar la danza eterna de la vida? Repitamos con insistencia lo que la voluntad afirmativa nos dice: No he aprendido a cantar la canción que dice «sí y amén», me he negado con todas mis fuerzas activas a reproducir, a representar la palabra domesticada, gramática blindada que pretende silenciarnos. Yo canto y bailo por placer de desplazar mojones señaladores de límites, hago rodar viejas tablas, hasta quebrarlas. ¿Quién soy yo? Yo soy la voluntad afirmativa, la voz que clama por la libre expresión de discursos creadores y aperturas creativas en este juego de dados; voz que posee la fuerza de invocar al azar, de extraer del azar las potencialidades regeneradoras que nos afirman.
Bailar por placer, y cantar al placer, ese placer indagador que empuja las velas hacia lo no descubierto; placer de navegante que nos anima a gritar con júbilo: «La costa ha desaparecido, ahora ha caído mi última cadena. Lo ilimitado ruge en torno a mí, allá lejos brillan para mí el espacio y el tiempo, ¡bien!, ¡adelante, viejo corazón!». Nuestros corazones han estado expuestos a altas tensiones, a transmutaciones vertiginosas, a muertes violentas y dolorosas. Una belleza demasiado intensa, y un dolor demasiado agudo. Nadie sale victorioso de este tránsito delirante, nadie sale de los agujeros negros sin el apoyo táctico de otros cuerpos portadores de vida. Si hemos de establecer alianzas que aseguren nuestra supervivencia y la supervivencia del planeta que sea con quienes mantenemos vínculos positivos de esperanza y de deseo. ¿Dónde están guardadas las bombonas de oxígeno, las herramientas, el entramado de caricias, quiénes son los habitantes de las casas y de las islas en las que nos cobijamos, hacia dónde queremos avanzar, dónde viven, qué sueñan las hermanas y los hermanos que nos aman? No perdamos la esperanza, la tierra grita, no soporta tanto llanto contenido, ha llegado el momento de amar, de afirmar y de bailar.