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Tras la declaración histórica de ETA

ETA, medio siglo en la centralidad política

El cese definitivo de la actividad armada de ETA abre la caja de las interpretaciones históricas con más fuerza que nunca. No será ajena la organización vasca a la manipulación histórica de su actividad, a la distorsión de los contenidos de su mensaje, a la tergiversación. En la superación política, finalmente, serán los protagonistas quienes un día deberán escribir su propia historia. Mientras, los acercamientos, desde el respeto de quien escribe sobre una organización clandestina, serán pues... eso, aproximaciones.

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Iñaki EGAÑA Historiador

ETA nació a mediados de 1958 a partir de un grupo de jóvenes estudiantes que en diciembre de ese mismo año dieron el nombre a su nueva organización: Euskadi Ta Askatasuna. Donostia y Bilbao fueron los centros de procedencia de un movimiento abertzale exclusivamente masculino, como lo eran la mayoría de grupos de la época. Algunos de sus militantes profundamente religiosos, otros no tanto, estudiosos de la historia, alguno que otro marxista, ávidos por hacer algo en medio del desierto.

¿La razón del nacimiento de ETA? Una externa muy evidente. El PNV, partido hegemónico del exilio y dinamizador del Gobierno Vasco, fundamentalmente a través de su lehendakari Agirre, había puesto todos los huevos en la cesta de Washington. Y EEUU, a pesar de lo prometido por Roosevelt, dio la espalda a las aspiraciones vascas y tendió la mano a Franco, su mejor aliado en Europa.

Aunque resulte paradójico, el abandono de las Aliados a la causa vasca, en especial de Washington, fue el origen de un escenario en el que ETA nació con toda naturalidad, por generación espontánea. El PNV y el republicanismo en general habían sido totalmente derrotados. Su presencia en la centralidad política era meramente decorativa.

En el interior del país, el nacimiento de ETA y de Enbata en Iparralde unos años después fue producto de la degradación nacional que sufría Euskal Herria. En especial por el desprecio, prohibición y prepotencia del franquismo y todas sus estructuras sobre lo vasco. Al norte por la identificación nacional con el folklorismo más rancio.

Esta especie de impotencia personal para cambiar el destino, ese sentimiento profunda y arraigadamente identitario, de defensa de una patria que desaparecía a pasos agigantados, fue el mismo que sufrieron otros patriotas, euskaltzales, escritores... en otras épocas de nuestra historia. Txillardegi, Benito del Valle, Eneko Irigarai, Iñaki Larramendi, primeros militantes de ETA entre otros muchos, sufrieron el mismo desasosiego que años antes habían padecido Larramendi, Xaho, Arturo Campión, Sabino Arana o el propio Agirre. Ése fue el motor de su rebeldía.

Por encima de otras cuestiones, el éxito inmediato de ETA estuvo directamente relacionado con la identificación personal de miles de jóvenes con su ideario y, sobre todo, con ese compromiso identitario citado. Un compromiso, por otro lado, atávico en nuestro país. Se podrán citar razones de tipo psicológico, como la atracción de la clandestinidad, el protagonismo de las vanguardias, etc. Pero son cuestiones menores sobre la razón principal que llevaban a esos jóvenes, hombres y mujeres ya rompiendo una tendencia social, a militar en ETA. Un ejercicio de afecto a su país.

Al margen, la ruptura generacional no lo fue únicamente por cuestiones pragmáticas o, incluso, sentimentales. La ruptura fue de calado y, con el tiempo, esta ruptura ha ido forjando un conjunto político, ideológico y organizativo que no tiene parangón, al menos, en Europa. La raza, la religión, el modelo clásico organizativo (incluido el leninista) perdieron peso en un escenario donde la actividad exterior era tan importante como el debate interior. En unos años, a partir de 1965, el movimiento vasco, de liberación, era irreconocible para quienes habían puesto el motor en marcha.

Y parte de ese cambio tenía que ver, esta vez también, con razones externas. La descolonización mundial estaba en su apogeo. Las luchas emancipadoras en Argelia, Cuba o Vietnam, la debilidad ideológica de las metrópolis y, sobre todo, su repliegue defensivo ante el avance revolucionario fueron tan notorios que aquellos jóvenes estudiosos de los fueros, de la historia de los reyes de Navarra y de los dialectos del euskara se transformaron en guerrilleros. La insurrección era posible.

En esta utópica travesía, el impulso de un grupo cada vez mayor de jóvenes provocó que, por simpatía, la sociedad vasca se contagiara de su entusiasmo. Éste ha sido el aval histórico de ETA, más allá de su estrategia militar. Junto a ETA y a veces desde la propia ETA, nacieron iniciativas que hoy pueden parecer nimias pero que entonces supusieron auténticas revoluciones. El movimiento de las ikastolas, de los artistas vascos, del magma asociativo, del sindicalismo... partieron de la idea de que «todos debemos hacer algo para que unos pocos no tengan que darlo todo». Y un pueblo, aunque suene demagógico, se puso en marcha.

Al margen del abanico extendido, la novedad en el escenario vasco fue la asunción de la lucha armada como eje de intervención. Una actividad que, aunque no expresada explícitamente hasta muchos años después, era nítidamente político-militar. El guardia civil Pardines fue el primer muerto originado por ETA (1968), en un encuentro fortuito, y el gendarme Jean-Serge Nérin (2010) el último, también en otro encuentro fortuito.

La primera acción reivindicada por ETA fue la del descarrilamiento de un tren de ex combatientes franquistas que viajaba a Donostia a celebrar el aniversario del golpe militar. Fue un hecho simbólico que tuvo lugar en julio de 1961. Desde entonces hasta el 2 de agosto de 1968, las actividades armadas fueron sabotajes, en ocasiones con dinamita robada en las canteras vascas, quema de coches e incluso palizas a «chivatos». En la fecha citada ETA mató al comisario Melitón Manzanas, paradigma del franquismo.

Txabi Etxebarrieta fue el primer militante de ETA muerto, en 1968, horas más tarde del encuentro con el guardia civil Pardines, pero no el primero que la Policía, en su acoso a ETA, provocó. Javier Batarrita Elexpuru murió en un control en Bolueta, en marzo de 1961, porque la Policía le había confundido con Julen Madariaga, uno de los fundadores de ETA. Jon Anza ha sido el último (su cuerpo apareció en 2010), en un episodio aún sin aclarar.

Diez años después de la muerte de Txabi Etxebarrieta, José Miguel Beñaran, Argala, definía el conflicto con la crudeza de una necesidad: «La lucha armada es desagradable. No nos gusta a nadie, es dura. A consecuencia de ella se va a la cárcel, al exilio, se es torturado; a consecuencia de ella se puede morir, se ve uno obligado a matar, endurece a la persona, le hace daño. Pero la lucha armada es imprescindible para avanzar».

Desde julio de 1961 hasta septiembre de 2010, ETA ha realizado un total de 3.000 acciones armadas reivindicadas. Y anoto lo de reivindicadas porque si en un principio los asaltos a bancos tenían su correspondiente reivindicación, con posterioridad no serían ni siquiera citados en sus comunicados.

El Ministerio español del Interior ha editado la lista oficial de víctimas mortales que imputa a ETA. Para ello no ha utilizado los comunicados de la organización vasca en los que se atribuye la autoría de sus acciones, sino sus propios datos obtenidos a partir de la «Subdirección General de Atención al ciudadano y de asistencia a las víctimas del terrorismo». Según esta lista oficial, ETA habría matado a 829 personas, de las que 486 eran policías o militares.

Los casi veinte generales del Ejército español muertos por la organización armada en los últimos veinte años es el mayor número de bajas de este nivel producida en toda la historia del Estado español, incluidas las guerras de liberación americanas.

En ese espacio de tiempo, y con unas limitaciones evidentes a la hora de conocer el grado de implicación en la militancia (durante años ETA diferenció entre «militantes» y «laguntzailes»), me atrevería a estimar en unos 14.000 los hombres y mujeres que, de una forma u otra, han engrosado las filas de la organización armada vasca. Miles de ellos sufrieron cárcel, otros tantos exilio y más de un centenar perdieron la vida.

En cuanto al apartado estadístico y a lo largo de su historia, ETA ha ejercitado toda suerte de acciones militares. Si la acción más trascendental fue la muerte del presidente del Gobierno Luis Carrero, otro tipo de operativos fueron también espectaculares. La colocación de artefactos por medio de submarinistas, el ataque a la sede central del Ministerio de Defensa, la incursión del centro de coordinación telefónica del Estado español o el uso de francotiradores para hostigar tanto a miembros de las fuerzas de seguridad españolas como a altos funcionarios del Ejército (incluido el Rey) han sido algunas de las actuaciones más significativas de la organización armada vasca.

La actividad de ETA fue, junto a la intensa y permanente respuesta popular, la causa de la paralización de las obras de la central nuclear de Lemoiz, así como, en la década de los setenta, de la solución de conflictos laborales enquistados por la intransigencia patronal. Como también de parte de las transferencias otorgadas por el Gobierno central a las autonomías de Gasteiz e Iruñea, a pesar de lo complicado que resulte para sus protagonistas el admitir esta tesis. Desde el juicio de Burgos (año 1970) hasta el de la supuesta dirección de ETA (París, diciembre de 2010), la organización ha utilizado altavoces para explicar una sencilla ecuación: el respeto de los derechos nacionales.

Durante los años de su existencia la orga-nización armada vasca ha actuado preferencialmente y en consonancia con sus objetivos políticos en el sur de Euskal Herria. Pero también lo ha hecho en todas las regiones y nacionalidades peninsulares del Estado español con excepción de Extremadura, lugar en donde sí ha habido intervención de ETA aunque de manera indirecta. Asimismo, la organización vasca ha actuado contra intereses españoles en Alemania, Italia y Holanda y en otras ya más lejanas en Argentina, donde llegó a asaltar la casa del entonces agregado militar de la embajada hispana, Jaime Millans del Bosch.

El enfrentamiento ha originado, según Euskal Memoria, 1.303 muertos, algunos reconocidos y otros, en cambio, no sumados en la estadística. Entre los no declarados se encontra- rían esos doscientos ciudadanos vascos muertos por la Policía Nacional y la Guardia Civil en Euskal Herria durante los últimos 50 años y otros tantos a consecuencia del conflicto, a los que habría que añadir los más de dos mil heridos. La guerra ha tenido también otros sucesos sangrientos y desgraciados, unos en mayor medida que otros.

La supervivencia de ETA se movió precisamente en coordenadas sencillas. Así lo explicaba la propia ETA en una de sus entrevistas: «Nuestra estrategia es una estrategia transparente y sin secretos, y no entiende de maquiavelismos ni de la demagogia e hipocresía que hacen gala el Gobierno del PSOE y los partidos políticos adscritos a los pactos antiabertzales. Nuestra estrategia tiene unos objetivos bien definidos y claros: el reconocimiento por parte del Estado de los derechos políticos y sociales que se le han arrebatado a nuestro Pueblo por la violencia y la fuerza de las armas».

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