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CRíTICA teatro

Rotunda

Carlos GIL         

Una inscripción sitúa la acción en la tenebrosa Colonia Dignidad chilena, una suerte de lugar donde una secta nazi fue criando monstruos. Se trata de una adaptación muy adecuada a los medios, exprimiendo de la obra de Bernhard todo lo sustancial, sin apenas adornos, dejándola en una estructura pura y dura, a lo que contribuye la puesta en escena, situada en un espacio reducido de un sótano, en donde seis muchachos repiten y repiten los lieder de Franz Schubert, como un ritual de alienación y reafirmación de un espíritu sumiso, como formando una partícula de un cuerpo desconocido que los convierte en una suerte de marionetas del horror.

Vemos la escena casi como si mirásemos por una ventana, esos seres parecen fantasmas, su vestuario y sus modos inocentes, nos descubren a una suerte de zombis que comen algo que los despoja de su humanidad para convertirlos en moléculas, bultos, autistas, sospechosos. Un piano repite y repite las músicas, cantan dirigidos por una enfermera que acaba poseída y destruida por su propia medicina. Estamos ante un acto de antropofagia cultural, ideológico, físico. Una destrucción cantada, angelicalmente, a partir de una mirada corrosiva sobre el ser humano, sobre su capacidad para producir maldad, para consumirla, para digerirla. Un humor doblemente camuflado en una causticidad demoledora. El equipo actoral interpreta en perfecta fusión con la propuesta estética, y en su conjunto, pese a su extrañeza, se trata de una obra rotunda, inquietante, de efectos retardados, teatralmente excelente.

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