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Iñaki Egaña Historiador

Amnistía

No hay razón para esconder las palabras. No hay motivo para pensar que si tensamos demasiado la cuerda, ésta se puede fracturar. Es la hora, es el momento. Como en febrero de 1936, como en el verano de 1977, pidamos la utopía

La privación de libertad es el castigo. Una invención técnica que forma, en nuestra sociedad, parte de la racionalidad punitiva, según definió el filósofo francés Michel Foucault. Tolstoi, con un sentido un tanto cándido probablemente, de esa ingenuidad provocada por uno mismo, preguntaba por qué unos hombres se creen con razón para encarcelar a otros hombres. Busqué durante tanto tiempo que me aburrí. Aún no he encontrado la respuesta.

La cárcel, como lugar, es parte de un sistema antiguo, pero la prisión, la condena, es un hecho relativamente reciente. La pena de prisión, lo leí en cierta ocasión y no anoté el autor de la cita, nació fuera del Derecho. La legislación y las leyes se fueron acomodando a ese acto ya diseñado por las élites: crear un espacio coercitivo para alimentar la sumisión y minimizar la disidencia. En ésas estamos.

En nuestro caso, la prisión utilizada contra la disidencia vasca no ha sido un hecho aislado, ajustado a derecho y aplicado según ese código penal en el que se apoyan quienes se perpetúan en el poder. La prisión ha sido parte de un todo, de una estrategia correspondiente a un «modelo represivo», como dijo hace ya unos cuantos años nuestro abogado Miguel Castells.

Y este modelo represivo ha sido y es (no he percibido su descomposición) ideológico, coercitivo, vengativo y punitivo. Para no perdernos en disquisiciones y en aras a que se comprenda lo que quiero señalar, un modelo que se ha sostenido en su estrategia con tres apoyos. El primero, el más evidente: tortura, ejecuciones extrajudiciales, detenciones masivas, ilegalización de las ideas, medidas excepcionales, criminalización de la disidencia, actuaciones parapoliciales...

El segundo, el realizado en el terreno más político: españolización de las formas, cobertura a los símbolos extraños, demonización de principios democráticos (autodeterminación y participación, entre otros), marginación del otro y su expulsión del sistema... en fin, seguro que el lector ya intuye algunas cuestiones de igual o mayor calado.

El tercero de los soportes de este modelo es el que me ha animado a escribir estas líneas, el punitivo, puro y duro. El más evidente cuando la cercanía aprieta. Este modelo exclusivo que, en nuestro escenario, no se entiende sin los dos anteriores. El castigo no es únicamente la privación de libertad. Con la privación de libertad comienza, precisamente, el castigo. La venganza, en la mayoría de los casos. Se podría decir que algunas cuestiones son estructurales al modelo punitivo carcelario que se impuso en el Viejo Continente desde el siglo XIX. Es cierto, los familiares, por su condición, son vejados. Los presos que no aceptan la zanahoria están condenados al palo, etc.

Pero el modelo represivo español es, sin embargo, más complejo. Comenzando porque los presos políticos vascos han sido encarcelados y condenados por un tribunal especial, mal que les pese a Rubén Múgica y esa cohorte moderna de falangistas, diseñado como tribunal de guerra. Un tribunal nacido para perseguir a la «masonería y el comunismo» y rediseñado para criminalizar a la disidencia vasca.

Los presos son clasificados siguiendo un modelo que Franco llamaba A, B y C y el sistema Suárez-González-Aznar-Zapatero califica en primero, segundo y tercer grado. Parecido. Los presos vascos son, por naturaleza, FIES o primer grado. Reciben atención especial, seguimiento exhaustivo (grabaciones, intervención de correspondencia, violación de su privacidad) junto a sus familiares y amigos, para ser utilizadas estas transgresiones con fines políticos. La privación de libertad, no es el castigo sino, como decía, el comienzo.

La dispersión (inventos franceses y españoles que enviaban a la disidencia a cumplir pena en sus colonias más alejadas), el chantaje permanente, la presión física y psíquica sobre el entorno, la manipulación mediática, la preponderancia del criterio del funcionario sobre la ley, la ampliación de la condena, la anulación de redenciones, la complicidad de la llamada Justicia en este orden de cosas, etc. conforman ese complejo hispano que citaba.

Durante años, un sector de la sociedad vasca ha reivindicado los derechos fundamentales de los presos como si estuvieran pidiendo la luna. Y, sin embargo, pedían cosas lógicas. Un síntoma de la enfermedad crónica de ese modelo español. Hoy nos cuentan, empezando por la señora Mendia, portavoz del lehendakari López, que la culpa de la degradación no es del llamado «Estado de derecho», sino de ETA. Delirante. ETA pedía más democracia, ergo el Estado que la combatía tenía, por despecho, que negarla. Pisarla. Retroceder a la época del conde de Montecristo.

Ese sector, familiares, amigos, gentes de bien, señalaba que los derechos humanos son de aplicación universal. La respuesta, la claridad se agradece, era y ha sido sintomática. Con ETA profesando actividad, nada era posible en el terreno de los derechos humanos de los presos y su entorno. Es más, todos los que cruzaron la línea penal en el ejercicio de su actividad contra ETA eran sistemáticamente absueltos. No había neutralidad. Como han escenificado uno tras otro: «O conmigo o con ETA».

ETA ha manifestado su decisión de apartarse del camino. ¿Serán desde ahora los derechos humanos universales? ¿Se castigará a un torturador con el rigor exigido? ¿Los tribunales de excepción marcarán el calendario político? ¿Violará la intimidad de un preso el diario cuya acción en bolsa es más barata que su precio en kiosco al publicar la carta a su hijo?

Fran Aldanondo fue el último preso político vasco del franquismo. Salió de prisión el 14 de octubre de 1977. Dos años y tres días después, murió en una emboscada de la Guardia Civil. La Audiencia Nacional nació unos meses antes a la excarcelación de Aldanondo y fue creada, por si alguien se le escapa, por un gobierno no salido de las urnas, por un puñado de militares y civiles que llevaban casi 40 años recordando esa cantinela de «vencedores y vencidos». La Audiencia Nacional emergió con la intención de tutelar el nuevo proceso político que se abría a la muerte de Franco.

Hoy nos escandalizamos con las sentencias del llamado Caso Bateragune, con las penas para Arnaldo Otegi, Rafa Díez, Miren Zabaleta, Sonia Jacinto y Arkaitz Rodríguez. Pero durante casi 35 años, la Audiencia Nacional, como antes su predecesor el TOP, ha dictado sentencias extraordinarias, increíbles y politizadas hasta el infinito. Para eso surgió y bien que ha cumplido su cometido.

En los últimos años, numerosos colectivos de víctimas y de derechos humanos han solicitado la anulación de todos los procesos especiales y ordinarios contra los presos del franquismo. La negativa del PSOE y del PP, incluso en casos tan flagrantes como el que llevó al patíbulo a Julián Grimau en 1963, ha sido rotunda. Poner en tela de juicio al TOP y a los tribunales militares era poner en cuestión la existencia, hoy, de la propia Audiencia Nacional.

Ha llegado la hora de pedir también la anulación de los juicios de la Audiencia Nacional, al igual que se solicita los de sus predecesores. Un tribunal especial, por esencia, está diseñado para castigar y, por tanto, rompe con el primer precepto de la justicia: imparcialidad. La Audiencia Nacional jamás ha sido imparcial. Ha formado parte de ese entramado ideológico, coercitivo, vengativo y punitivo.

Lamartine escribió que la utopía no son, a menudo, sino verdades prematuras. No hay razón para esconder las palabras. No hay motivo para pensar que si tensamos demasiado la cuerda, ésta se puede fracturar. Es la hora, es el momento. Como en febrero de 1936, como en el verano de 1977, pidamos la utopía. Porque esta más cerca que nunca. Pidamos la amnistía para nuestros presos.

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