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Aitxus Iñarra | Profesora de la UPV-EHU

Otra muerte es posible

En este artículo, Aitxus Iñarra analiza el modo más extendido de entender la muerte, una visión que la considera inaceptable y que es acorde al discurso «dominante interiorizado e impregnado del modelo del miedo». Por contra, la autora aboga por aceptarla, porque ello significa entender la naturaleza y comprender la relación que tiene con ella el ser humano como parte de ella que es.

Sólo quien se suicida se posee completamente, dice un personaje de Bergman en «De la vida de las marionetas». Una afirmación paradójica y radical por cuanto incluye dos realidades a las que el ser humano no puede sustraerse: la muerte y la posesión de sí mismo.

La muerte es descrita como un límite, una frontera, un lugar de cruce, de irrevocabilidad, de no retorno. La muerte, fuerza de lo inexorable, es sentida como lo insondable, el misterio. Ella te obliga a aceptar la conciencia de la inevitabilidad y del desapego.

Representada en la mitología por Thanatos, expresa el fin de una realidad, la desintegración. Se emparenta con Hypnos, su hermano, que representa el sueño. En oposición a Eros, éste manifiesta la creatividad, la sensualidad, el erotismo. La diferencia entre los tres es que tanto Eros como en Hypnos están vinculados a diferentes yoes. Así, es el yo de la vigilia cuando goza o disfruta y se manifiesta como Eros. O el yo onírico, que surge cuando sueña. Sin embargo, con Thanatos la experiencia del yo vigílico u onírico ha terminado, pues carecemos en vida de la experiencia directa de la muerte física, lo que hace que sea incomunicable. Pero paradójicamente esa ausencia en la vida de la propia muerte la torna plenamente presente, debido al inexorable encuentro que tarde o temprano vamos a tener con ella. Éste es el hecho que Carlos Castaneda recoge en su «Viaje a Ixtian» cuando pone en boca de Don Juan la siguiente reflexión: siendo «la muerte nuestra eterna compañera, ¿cómo puede darse uno importancia sabiendo que la muerte nos está acechando? La muerte es la única consejera sabia que tenemos».

No obstante, lo que sí poseemos de la muerte son poderosas imágenes, intensa emocionalidad e ideas en torno a ella que nos han sido trasmitidas a lo largo de nuestra vida. Pero se trata de representaciones e ideas, que no hacen sino propiciar la huida de uno mismo e inducen a sentir un miedo permanente. Estos modos de vivenciar la finitud se convierten en trasmisiones culturales, en universos emocionales que retroalimentan y refuerzan el discurso alienador del miedo. Por esa razón conocer y saber de qué manera operan estos constructos en la percepción de aspectos tan importantes como la pérdida, la impermanencia o la finitud, supone tomar conciencia de la naturaleza humana y de sus efectos en la psique del individuo.

La concepción que tenemos de la vida que vivimos, o sea, de la naturaleza, del otro y de uno mismo, encierra una determinada concepción de la muerte. Así, aunque existen diversos significados y modos de percibir la muerte, la visión más extendida es la que la considera inaceptable. Responde a la percepción común, la que nos han trasmitido desde las diversas instancias educativas: familia, educación formal, sistema sanitario, medios de comunicación, etc. Esto da como resultado que el rechazo a ella subyazca en nuestra cotidianeidad. La consecuencia de ello es que la hemos arrojado de las conversaciones, de la memoria, de lo social. Y, una vez convertida en tabú, ha llegado a ser inexistente para el individuo. Esta visión mayoritaria corresponde al discurso dominante interiorizado e impregnado del modelo del miedo. Es así como la muerte, una vez objetivada, se ha convertido en mercancía, en objeto manipulable que oscurece y torna imposible cualquier intento de comprensión subjetiva. Pues el individuo desarraigado de su presente vive hechizado por el miedo que está alojado en su corazón. No hay lugar para el consuelo en este «valle de lágrimas», de esta manera rezan, todavía, las expresiones piadosas dejadas por una religión manipuladora que ha amedrentado y ha convertido al individuo en alguien fracturado, menguado por su propio temor, y que ha censurado el derecho a reconocerse en su propia finitud natural, y ha impedido, asimismo, el desarrollo de su propia integridad.

Nos han vendido la eternidad, como premio o castigo conseguido, o en su defecto, la fría y poco acogedora nada. Este modo de concebir el final de la vida física ha imbuido al individuo de significados de fatalidad y negatividad que le arrebatan su propia dignidad sacrificándola en aras de la inevitable ignorancia. Ha creado un universo falaz que sume a quien lo habita en una completa dependencia de los discursos político-religiosos que empobrecen y degradan la compleja y misteriosa naturaleza humana.

En efecto, este miedo devastador que siente el individuo actual, así como la ausencia de determinación cuando encara su propio tránsito final se manifiestan en la dependencia exterior. Así lo describe Ivan Illich en su «Némesis médica»: «El moderno temor a la muerte ha fomentado la creencia de que el hombre de hoy ha perdido la autonomía de reconocer cuándo ha llegado su hora y tomar la muerte en sus propias manos... La falta de voluntad del paciente para morir a solas lo ata a una dependencia patética. Ha perdido ya la fe en su habilidad para morir, forma terminal que la salud puede adoptar, y ha convertido en importante tema de debate el derecho a que lo maten profesionalmente». Porque quien depende de ese discurso dominante delega su muerte en otros después de haber delegado su vida.

Por el contrario, aceptar la muerte es entender la naturaleza, saberse parte de ésta, y comprender la relación que guardamos con ella: sus tiempos, sus ciclos y sus leyes. Reintegrarse conscientemente en el corazón de ella, pasando de este modo a ser vivencia inequívoca y parte de la vida cotidiana del individuo y del colectivo.

Así lo explicó Chiang Tzu cuando fue a visitarle Hui Tzu para ofrecerle las condolencias por la muerte de su mujer y lo encontró para su estupefacción, cantando. Apenas éste le insinuó que quizás fuera algo irrespetuosa su conducta, Chiang Tzu le respondió:

«Cuando acababa de morir, ¿crees que no sentí pena como todo el mundo? Pero me acordé de sus comienzos y de antes de que ella naciera. No sólo de antes de que naciera, sino antes de que tuviera un cuerpo siquiera. No sólo antes de tuviera un cuerpo, sino de cuando ni siquiera tenía espíritu. En medio de la confusión, de la maravilla y el misterio se produjo un cambio, y ella adquirió un espíritu. Otro cambio y ella tuvo cuerpo. Otro cambio y hubo nacido. Ahora ha habido un nuevo cambio y está muerta. Es igual que la sucesión de las cuatro estaciones: primavera, verano, otoño, invierno. Ahora ella reposa en paz en una amplia estancia. Si yo fuera tras ella gimiendo y sollozando, se vería que no entiendo nada del destino. Así que paré de llorar».

Es ésta la otra muerte, impenetrable e inenarrable como lo es el misterio de la naturaleza humana y de la vida. Otra forma de entenderla que la convierte en proceso aceptador, una vez que reconocemos la impermanencia y los flujos de cambio constante de la materia física. Por ello la muerte asumida como evento o ciclo natural dentro del proceso de la vida, se convierte en el centro de la dignidad humana, y transforma la propia cognición y sentir ante un fenómeno al que uno mismo pertenece. Esta forma de vivir la propia muerte es, recordando al personaje de Bergman, la única forma de poseerse.

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