ensayo
El híbrido justiciero
Iñaki URDANIBIA
Si en su primera incursión en el campo de la escritura David Monteagudo (Viveiro, Lugo, 1962) ya nos inquietó con aquel «Fin» que se nos antojaba cercano al Apocalipsis, ahora vuelve a las andadas y nos hace temblar con los temblorosos temores de los paisanos de un pueblo de la Galicia profunda que da nombre a la novela. La capacidad de inquietar del escritor tardío (descubrió su vocación pasados los cuarenta años) es innegable, y la habilidad para ir dosificando la catástrofe es proverbial. Si los chicos de «La Unión» hablaban del hombre lobo en París, o Fred Vargas nos situaba ante huellas licantrópicas por el norte hexagonal, ahora Monteagudo nos sitúa a tales seres, mitad hombre mitad lobo, en los lluviosos parajes de su Galicia natal. Ciertos aires de familia con los libros de Sánchez Piñol o de Lovecraft sí que planean por la prosa que nos sumerge en el misterio de una fuerza desbocada de la naturaleza que impone su penitencia a los humanos pecadores. Se da una situación similar a la expuesta en una película en la que el hombre-polilla («mothman») aterra a una pequeña población del norte americano, centrando su furia vengadora en quienes han cometido crímenes que han silenciado o han tratado de arrojar al olvido.
La población pacífica de Brañaganda vive en una placidez propia de las pequeñas aldeas en las que nada pasa, mas no hay bien que dure cien años y las cosas se comienzan a torcer cuando los «lobishome» comienzan a sembrar el pánico entre los habitantes del lugar. Las muertes se ceban en las mujeres y las explicaciones que intentan racionalizar la desgraciada plaga hacen agua por los cuatro costados, mientras las muertes se suceden, y la inquietud crece, contagiándose al lector que asiste, sin respirar, a la magnitud de la tragedia. Como sucede a veces en la vida, la explicación más racional de lo que sucede va a venir del campo oscuro de la irracionalidad, pero es que la casualidad, o lo que sea, hace que la muerte no sea aleatoria sino que alcance a quienes en su pasado han avanzado por los lares de las tropelías; la puntería del animal justiciero y vengativo resulta inequívoca al dirigir sus fieras garras a quienes cargan con la culpa de muertes pasadas sobre sus olvidadizas espaldas, como un ángel exterminador programado con una exactitud geométrica la muerte es administrada con justicia reparadora, y pepitogrillo vuelve a las mentes de los desolados paisanos de Brañaganda.
La novela no nos da respiro desde las primeras páginas y se desarrolla en un imparable «in crescendo» que nos agobia, que nos invade, que nos conduce a los pagos del escalofrío conducidos por un narrador eficaz que, dejando de lado cualquier tipo de abalorios, dirige su prosa al centro del corazón de las tinieblas en el que nos hunde. David Monteagudo se nos muestra en plena forma, de modo que al finalizar su inquietante novela, diremos... «Quiero más».