Carlos GIL Analista cultural
Palabrerío
Con una cruz laureada al cuello se presenta como ministro de la palabra revelada. Seglar en busca de amparo contempla cómo una virgen centenaria es trasladada de peana para ordenar una plaza mitificada. Le miran subsecretarios de la palabra narrada admirados por un movimiento único, la elevación mecánica de un devocionario de mármol festoneado. Las nubes coreografían aleluyas y en la mirada del operario se refleja la aflicción de quien sabe que un error le puede cundir en un gorigori.
En medio de la tormenta, los truenos, los rayos, ese ruido que nos funda, aparece un hilo de voz susurrada que nos conduce al corazón de las tinieblas. Sortilegios y hadas cuenteras son la espuma excedente de una cocción sobrenatural de emociones, sentimientos y leyendas arrasadas por el Facebook. Nunca tantas fotos dijeron tan pocas cosas. Hay un conglomerado de imágenes que oculta la acción y deja convertida en esfinge a esa presunta figura humana que se mueve y contornea mientras la sintaxis tonifica las cuerdas vocales.
Habla mudita, que en el fondo son tus ojos los que esperan la luz. Escucha ese temblor que te hace balbucear soliloquios afásicos que acaban convirtiéndose en símbolos de la resistencia. Mientras haya un pájaro, habrá un sueño que lo coloree. No se atreve a hablar de manera directa ese ser humano que escucha apremiado por la necesidad de fundirse en un abrazo de fonemas y sintagmas que le reconforte. Cuando cunde el miedo y se enseñorea la tibieza, aparece la fábula como enmascaramiento moral. Una tupida cortina de metáforas que coronan un vacío de ideas que conducen al palabrerío, ese fútil akelarre de vacuidades.