La deuda pendiente del estado de guatemala con las comunidades y mujeres mayas
El general retirado Otto Pérez Molina, figura clave en el conflicto de Guatemala, será investido presidente tras ganar las elecciones. El militar ha prometido «mano dura», la misma que tuvo durante los años más negros de la represión, que provocó 200.000 torturados, muertos o desaparecidos y la violación de miles de mujeres, la mayoría mayas.
Ainara LERTXUNDI
Cada día mueren 14 personas en Guatemala y el 98% de los crímenes quedan impunes. Esta violencia viene de lejos. El largo conflicto que asoló el país entre 1960 y 1936 dejó secuelas irreparables, masacres indiscriminadas, infanticidios, torturas y violaciones en su acepción más extensa. Las víctimas fueron mayoritariamente las comunidades mayas y, sobre todos, las mujeres, transmisoras de la cultura y de las tradiciones.
La abogada e integrante de la organización Women´s Link Worldwide Paloma Soria resalta a GARA que los crímenes sexuales cometidos durante el conflicto armado no se ciñeron exclusivamente a la violación, abarcando un abanico mucho más amplio.
«Se considera violencia sexual cuando hay desnudez forzada, amenazas, situaciones de esclavitud doméstica, esterilizaciones o abortos forzados... En Guatemala fueron muy comunes las violaciones masivas -varias personas violan a una mujer- y múltiples -como, por ejemplo, en los destacamentos militares, donde las mujeres eran retenidas y sometidas por distintos soldados de manera continuada-. También obligaron a menores, a mujeres ya adultas y a embarazadas a permanecer desnudas bajo amenaza de ser violadas. Además, fueron habituales las uniones forzadas; las mujeres eran obligadas a casarse o a unirse con personas que pertenecían o bien al Ejército o bien a las Patrullas de Autodefensa de Guatemala. Solían ser trasladadas a destacamentos militares donde, según el plan de genocidio `Victoria 82', los soldados iban a tener un tiempo de descanso que incluía servicios sexuales. Este documento interno hallado tras el conflicto es indicativo de la magnitud de las agresiones sexuales que se produjeron en estos destacamentos, en los que las mujeres permanecían entre dos semanas y un mes», explica Soria. Entre tanto crimen destacan «los actos de violencia encaminados a acabar con la reproducción del grupo. Debemos tener en cuenta que la mujer maya es la transmisora de la cultura y las tradiciones».
Con el fin de romper esa cadena fueron constantes los feticidios como el ocurrido en la aldea de Dos Erres, en la región del Petén, en el norte del país. 16 militares, como prueba de graduación, rajaron los vientres de las mujeres y sacaron los fetos con sus propias manos. Mataron además a 252 personas, la mayoría mujeres, niños y ancianos. El caso llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condenó al Estado guatemalteco por este hecho.
«También fueron frecuentes las mutilaciones y la introducción en los órganos sexuales de objetos que provocaban esterilización», añade Soria. Muchas de las mujeres ultrajadas sufrieron, además, el rechazo de sus comunidades y esposos, que les reprochaban no haber mostrado suficiente resistencia ante sus agresores.
Tanta violencia supuso supuso un duro golpe para la estructura y modus vivendi de las comunidades mayas; 440 de ellas, según datos oficiales, fueron masacradas.
Muchas de las víctimas tuvieron que escuchar por parte los militares que no eran personas, sino animales, lo que da una dimensión del «componente racista de extrema crueldad que permitió el exterminio en masa de las comunidades indefensas a través de métodos cuya crueldad escandaliza la conciencia del mundo civilizado», resalta la Comisión del Esclarecimiento Histórico.
«Dejaron de reproducirse dentro del grupo y de transmitir sus valores. La represión acabó de alguna manera con la cultura maya y con las organizaciones comunitarias indígenas que existían. Era una población que ya de por sí vivía en una situación de pobreza y exclusión. Pero, a raíz del conflicto, la poca iniciativa de organización que habían tenido quedó destruida. A 15 años de la firma de los Acuerdos de Paz, están en una situación aún más empobrecida y no han conseguido reorganizarse», denuncia Soria, que se muestra crítica con las cifras que ofrece en su informe la Comisión del Esclarecimiento Histórico.
«La metodología utilizada no estaba pensada para investigar los crímenes de género. Por tanto, hay una infradocumentación. La realidad hubiera arrojado otros datos si se hubiese preguntado por este aspecto», remarca. «Para que se investigue la violencia que sufrió la mujer maya, debemos analizar los distintos actos de discriminación a los que fue sometida. Esta violencia se ejerció de esa forma porque eran mujeres, porque eran indígenas y porque tenían un estatus social concreto», insiste.
El informe recoge 1.465 casos de violación, en los que no se incluyen otras agresiones como las uniones forzadas o feticidios. De ellos, el 88,7% corresponde a mujeres mayas, el 10,3% a mujeres ladinas -indígenas más no indígenas- y el 1% a otras etnias.
El 99% de las víctimas fueron mujeres. De ellas el 62% eran adultas de edades comprendidas entre los 18 y 60 años; el 35% tenían entre 0 y 17 años; mientras que el 3% eran ancianas. Soria destaca como ejemplo de la magnitud del genocidio que «el 8% de los actos sexuales contra menores tuvieron como objeto a niñas de entre 0 y 5 años; el 22% a niñas de entre 6 y 12 años; y el 70% a niñas de entre 13 y 17 años».
Otra de las dramáticas consecuencias del conflicto que duró más de tres décadas fue el desplazamiento forzado. Fuentes oficiales cifran entre 500.000 y 1.500.000 las personas que se vieron obligadas a abandonar sus hogares y sus tierras.
«Al inicio del conflicto, los ataques se dirigieron contra personas que militaban en organizaciones de base y que en la mayoría de los casos eran hombres. Ellos fueron los primeros en huir a la montaña. En 1982, con el dictador Ríos Montt en el poder, se generalizó la violencia, obligando también a las mujeres a desplazarse. La diferencia radica en que ellos lo hicieron solos con su fusil, mientras que ellas lo hacían con los animales, con los niños y ancianos, con los alimentos que tenían a mano...», comenta Soria.
Tras años de sufrimiento en silencio y de rechazo sus voces han logrado superar estas barreras, uniéndose para decir adiós a una culpa que no les corresponde y para exigir respuestas a lo que les hicieron.