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José Luis Orella Unzué Catedrático senior de Universidad

Testamento universitario

La Universidad se ha hecho innecesaria en el devenir social, aunque siga cumpliendo una función ciudadana como la Policía o los bomberos. Ya no es un vivero de pensadores, sino que se ha convertido para la ciudadanía en un grupo funcionarial sin mayor protagonismo

Hace ya unas semanas acudí a una conferencia del Superior General de la Compañía de Jesús, Adolfo de Nicolás. La ocasión de esta conferencia era la celebración del 125 aniversario de la Universidad de Deusto. Y el tema motriz de la reflexión era la trayectoria universitaria de Deusto y del propio conferenciante. Además la característica que nos había convocado a la mayoría de los participantes era nuestra condición de universitarios enraizados en un marco geográfico e histórico concreto, como es el País Vasco.

Los universitarios de todos los tiempos se han comprometido siempre a la generación y la transmisión de la ciencia para que ésta sirva para promocionar la sociedad y para mitigar el sufrimiento humano y social. Especialmente en un mundo en el que en razón de la crisis global sigue imperando una violencia institucional sin precedentes.

Es dudoso que la Universidad española y vasca que durante lustros ha servido con sus avances científicos y la promoción de sus profesionales actualmente sirva para mejorar la vida común de los ciudadanos y para frenar las desigualdades sociales. El desarrollo humanista de nuestro profesorado y de nuestro alumnado no ha estado a la altura de nuestro avance científico y tecnológico. La Universidad ha sido una escuela de serios profesionales pero no ha promovido una generación de hombres capaces de transformar la sociedad. Es penoso reconocer que en mi experiencia universitaria de ocho lustros (tanto en la universidad pública como privada) me he encontrado un grupo mayoritario de buenos profesionales que en las relaciones humanas sólo buscaban su promoción personal aun pasando por la bajeza de la adulación a los de arriba, de la ignorancia de los intereses de sus colegas y, más aún, del desprecio de sus discípulos. La gran mayoría buscando los nuevos puestos, la promoción, es decir, el poder.

La Universidad que yo he vivido no ha sabido adaptarse a la renovación antropológica, cultural y, sobre todo, social. Conforme la clase social universitaria ha perdido protagonismo, se ha enquistado en un grupo de presión cerrado en sí mismo, que no sintoniza con la evolución de los oyentes dentro del aula y que no está abierta a los intereses sociales que discurren fuera de las puertas del recinto universitario. La clase universitaria ya no pretende digerir ni procesar, ni siquiera los problemas de los padres de sus alumnos, mucho menos de los ciudadanos que en un futuro enviarán sus hijos a las aulas. La Universidad se ha hecho innecesaria en el devenir social, aunque siga cumpliendo una función ciudadana como la Policía o el servicio de bomberos.

La Universidad ya no es un vivero de pensadores, sino que se ha convertido para la ciudadanía en un grupo funcionarial sin mayor protagonismo. Bien es verdad que los universitarios asisten a congresos, imparten conferencias y escriben artículos de investigación, pero toda esta actividad está referida al grupo enclaustrado de la propia secta.

Los universitarios podrán ser buenos investigadores y aun certeros pedagogos en las aulas, pero no son referentes reconocidos ni en la propia universidad ni mucho menos en la sociedad, ni como líderes ni en el terreno de ser personas. A los profesores universitarios que yo conozco no les ha interesado buscar soluciones para las verdades y necesidades propias de la persona humana. Por supuesto que no les preocupa ni les ocupa centrar sus sólidas formaciones científicas en reflexionar sobre los fines y el sentido de nuestra civilización, en pergeñar salidas a la angustiosa coyuntura, ni en encontrar nuevos caminos para las masas desfavorecidas no ya del tercer mundo, sino de los que caminan en la misma calle.

Esto no impide el que muchos profesores y alumnos universitarios necesiten llenar su vida dedicando tiempo no profesional a las ONG y a las organizaciones de atención y promoción de las clases desfavorecidas.

Los universitarios de mi generación se han centrado en la búsqueda del conocimiento de su propio ámbito científico, desmembrado en múltiples especialidades. Y esto les ha bastado. El conocimiento, como decía Adolfo de Nicolás, se ha convertido en una herramienta de la propia promoción, en un estatus de autosatisfacción y en una mercancía susceptible de ser vendida y comparada en la feria científica.

Más aún, comprometerse de por vida, como hacen muchos universitarios, con el estudio y la investigación de la propia parcela del conocimiento científico, no asegura la madurez humana, ni la satisfacción de tener respuesta a las propias preguntas de la vida ni, mucho menos, a sentirse un referente de solución de los problemas familiares, sociales o ciudadanos. Y a las universidades de mi entorno no les ha interesado otra cosa que la búsqueda de cuadros de mando cada vez más complejos, con funcionarios fieles y aduladores que ejecuten con obediencia ciega los proyectos estratégicos y los planes trianuales que se proponen en razón de los baremos internacionales.

Las universidades en las que yo he trabajado y que he conocido no son proyectos sociales, sino planteles de funcionarios y fábricas de titulados. Si fueran proyectos sociales intentarían ser puentes entre las instancias políticas encontradas, entre las clases sociales cada vez más estandarizadas menos en la riqueza y el poder. A las universidades de mi ámbito vital ya no les interesan las humanidades ni las ciencias sociales porque los cambios tecnológicos de la ciudadanía sólo valoran las ciencias que promocionan la economía y el mercado. A las universidades en las que yo he trabajado ya no les interesa la búsqueda del sentido de la vida sino las aplicaciones técnicas de la ciencia. A las universidades de este momento ya no les interesa ni el derecho ni la historia porque se han convertido en ciencias manipulables y en armas arrojadizas contra el adversario político. A las universidades de mi entorno ya no les interesa la creación de una sociedad justa, sino la supervivencia ellas mismas como pieza social y funcionarial en un mundo en transformación.

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