Antonio Alvarez-Solís Periodista
La multiplicación de los panes
A raíz de las objeciones que el gobierno de la Diputación guipuzcoana ha encontrado a la hora de sacar adelante los presupuestos, el veterano periodista contrapone la filosofía de la propuesta presupuestaria, de vocación social, de Bildu a grandes proyectos como el TAV presentados como un futuro mejor.
Hay que explicar lo mejor posible en qué consistiría un socialismo para el siglo XXI ahora que el capitalismo está en pleno naufragio. Un socialismo para una sociedad concienciada de sus deberes y obligaciones necesita una base colectiva fuerte, un dominio público potente, a fin de que la libertad creativa de los individuos pueda desarrollarse más allá de la frontera de la supervivencia y sin sujeción a dictaduras privadas. La libertad individual, ya sea practicada en asociación o personalmente, solamente es ejercitable si los individuos no están asfixiados por los múltiples poderes en que se ha diluido la presunta democracia. Desde este punto de vista una nación socialista ha de tener, como base material imprescindible, el dominio público absoluto de su aparato financiero y la plena capacidad de gestión popular de su mecanismo tributario y de su red de justicia; ha de dominar los sectores estratégicos de las energías, del gran transporte, de la distribución esencial y de los servicios de educación y sanidad. Excusado es suponer que la actividad política ha de evitar la absorción por poderes fácilmente corrompibles burocratizados en el estado, que un buen socialista ha de sustituir por una red viva de células de poder ciudadano. Todo esto puede sonar, al pronto, a una sugestión arbitrista y, por tanto, desechable como elementalmente utópica. Pero yo me preguntó si la sociedad de corporaciones y poderes absolutos del tardofeudalismo no pensaría lo mismo cuando la primera burguesía planteó sus exigencias de libertad comercial y de creación ideológica. Una de las cosas que todo sistema establecido trata de desvirtuar siempre, adjetivándola de simple utopía, es la exposición de una nueva y necesaria lógica. Este proceder ya afectó a la primera democracia griega, al republicanismo de Roma y a las diversas formas sociales que defendió en su momento el enciclopedismo. Ahora que tanto se mencionan las «hojas de ruta», se puede sostener que el sistema sólo teme -y en consecuencia deteriora su imagen- a toda «hoja de ruta» para una vida alternativa. Los «indignados», en este momento, y otros movimientos sociales que se mueven con la correspondiente exasperación deberían tomar nota de este obsceno proceder de los poderes que, apostados en las instituciones carcomidas, convierten en razón su desvergüenza. Apostar por un cambio revolucionario supone con mucha frecuencia la previedad de la sangre o el destierro. Por ello, quizá, hay que restaurar el valor del trabajo político no sólo como una reparación del presente sino como una proyección de futuro. Me temo que este tipo de aseveraciones suenan a hueco en muchos planos de esta sociedad que se autodestruye tomando cada día la dosis de cianuro que la va envenenando. Apelemos, pues, a los creyentes y a su voluntad para hacer el duro camino.
Leía hace unos días las noticias sobre la dificultad con que tropieza la Diputación de Gipuzkoa para conseguir de la oposición apoyo legislativo a fin de sacar adelante los presupuestos en que se proyecta la primaria y eficaz labor social con que quiere funcionar el gobierno del señor Garitano, que cree más en la salud, la educación y la asistencia a los ciudadanos que en el TAV o estrépitos por el estilo. Sostener que en estos momentos de angustia vital un gran tren nos encamina hacia el futuro mejor que el cuidado básico de la ciudadanía es practicar una doctrina teatral y ruinosa en términos de convivencia. A esta altura de la experiencia humana resulta azaroso creer que una política de obras públicas aparatosa conlleva la felicidad de las masas. Yo supongo que tras ese empeño por el empleo inmoderado de medios económicos en proyectos más bien suntuarios se ocultan además aventuras dinerarias sospechosas en el mejor de los casos y claramente condenables en otros. Las dictaduras suelen emplear el biombo colorido de esas obras para hurtar al conocimiento público las miserias que hay detrás de tanto afán constructor. Dado el panorama actual es preferible un buen dispensario médico de barrio o una escuela eficaz a viajar a velocidades que hurtan embrutecedoramente el humano entrañamiento con el paisaje. Las necesidades de la Tierra hay que atenderlas antes de llegar a Marte. Y ahora vengan los críticos pertinaces a decir que el mundo necesita visión de futuro, normalmente empedrada de sangre y consunción. Nada garantiza tanto el futuro como una ciudadanía consciente de su poder cotidiano y abastecida por una real sensación de confortabilidad. Al menos esa es la gran lección que nos regala el presente.
Creo firmemente en una economía del entorno. La hora del gigantismo ha dado ya su último cuarto. La globalización ha sido el gran negocio de los globalizadores, simplemente aventureros que han revivido una época de coloniaje sin ninguna de las virtudes con que trataban de recubrir su empresa los creadores de las colonias del último siglo y medio. Es necesaria hoy una visión profunda de lo humano; un desarrollo en un paisaje asumible. Un paisaje que comporte una segura posesión del medio. El ciudadano ha sido despojado de las ambiciones «pequeñas», esas ambiciones que significan la riqueza en su más entrañable sentido. Existe ya una teoría económica de lo «pequeño» como reformulación de la vida deseable. No se trata de empobrecer el horizonte, sino de llenarlo de mil cosas que hoy pueden abordarse con las más recientes tecnologías. La dimensión ha de ser sustituida por la profundidad, normalmente mucho más accesible en términos financieros.
Poner en marcha una economía del entorno entraña dos objetivos absolutamente imprescindibles de alcanzar si queremos reconstruir una sociedad robusta y sólida: la multiplicación del trabajo razonable y el mantenimiento de un consumo regular. Ciertamente la economía del entorno no se presta a grandezas con imagen globalizante sino que garantiza un bienestar medio de la población comprendida en parámetros de bienestar medio aceptable. Vivir con serenidad y confianza exige que las delgadas capas de la población brillante bajen dos o tres escalones y que las capas ahora desfavorecidas suban esos dos o tres escalones. Es decir, que la ciudadanía se vuelva compacta sobre un plano sostenible. El mundo no puede permitirse ya ni hambres mortales ni multitudes angustiadas hasta límites patológicos. El «camino de vida americano» no supone un triunfo a imitar, sino una forma de aniquilar al prójimo. Consiste simplemente en remontar una escalera cuyos peldaños son destruidos por el triunfador a medida que los rebasa. Las pruebas de esta afirmación están al alcance de todo el que mire con intención honesta.
Necesitamos con urgencia un nuevo orden ancho y discreto de logros. Ignorar esta necesidad mediante la borrachera que produce la ambición de las alturas conduce a la destrucción de los pueblos por las minorías que han fabricado los espejos deformantes para fingir la grandeza. Pero esta reconquista de la esencia de la vida no es tarea de dirigentes de «estado mayor», sino de vanguardias de infantería social. En una palabra, se precisa una nueva convocatoria para multiplicar los panes y los peces. No se vea en esta afirmación, sin embargo, ningún remedo de misticismo. Se trata sencillamente de cobrar conciencia de que los elementos de capital, ya sean financieros o tecnológicos, científicos o morales, que tenemos en la mano pueden alumbrar un siglo donde el futuro deje de constituir una permanente invitación al dolor y al sacrificio para convertirse en una pretensión cotidiana y aseada. Es erróneo que la salvación ante el gran desastre presente pueda dejarse en manos de quienes lo han producido. En eso consiste su gran mentira.