Aitxus Iñarra | Profesora de la UPV-EHU
El ausente
La ausencia, «lugar de resonancias y de ecos, de algo o alguien que estuvo allí un tiempo», que muestra lo que no se manifiesta, es el tema del artículo de Iñarra. En él, además, describe distintos tipos de ausencias, como la del exiliado y el desterrado, ausencia «plena de presencia», y otras exclusiones que no implican la ausencia física, como el llamado paseo de la afrenta o la invisibilización, propia de procesos de asimilación cultural y política, y, por fin, el individuo desarraigado.
Hay dos preguntas que a todos nos incumben. Dos preguntas que han venido respondiendo los poetas y los filósofos. Son: qué llevo conmigo del tiempo y el lugar que dejé atrás y que queda de mí en ese tiempo y lugar que he abandonado. Hablaremos hoy de su ausencia y alguna de sus formas.
La ausencia es un lugar de resonancias y de ecos, de algo o alguien que estuvo allí un tiempo. La ausencia deja una fragancia inasible, marca un intersticio, una nada, nostálgica o dolida. También la vida, morada polivalente e inagotable de presencias efímeras, participa de esa ausencia cuando se produce la pérdida irreparable de un ser querido. Asimismo la ausencia nos muestra lo que no se manifiesta, lo esquivo, lo evasivo, es decir, aquello que todavía no ha revelado o manifestado la presencia de algo que está pero que no llegamos a verlo, como es una nueva comprensión que nos otorgue la certeza de lo que somos.
Aunque desde una percepción dual la presencia de algo nos señala irremediablemente la ausencia real o virtual de algo o alguien. Así, la presencia del conflicto nos habla de la falta de concordia y acuerdo, la existencia del miedo de la falta de confianza, o la experiencia como individuo fragmentado en multitud de estímulos, compromisos y actividades manifiesta la ausencia de la experiencia total.
Existen otras formas de ausencia relacionadas con hechos sociales que provienen de las relaciones de dominación entre el individuo y el poder. Suponen la ruptura de un orden y se manifiestan en la codificación e interpretación normativa del espacio. Sobresalen entre ellas las figuras del exiliado y el desterrado. Ambos, segregados de su territorio, físicamente y simbólicamente, se convierten en los ausentes queridos para los próximos, aunque paradójicamente se trata para estos últimos de una ausencia plena de presencia.
El exiliado es alguien que, obligado por una fuerza mayor, decide abandonar su territorio, su lugar de cotidianeidad, su propio espacio vital. Alguien que se ve forzado a dejar su país por razones políticas, religiosas... Se convierte para los cercanos en el ausentado, alguien que ha desaparecido del espacio compartido. Existe, también, un exiliado interior, recluido en sí mismo, que no participa de las formas convencionales del entorno. Por esta razón, aunque participa de la misma geografía y paisaje de los otros, resulta extraño o ajeno a cuantos le rodean, pues su forma de actuar, pensar y sentir se consideran heterodoxos o extraños. Así sucede a quien tiene un modo de vivir ajeno a la percepción o las convenciones compartidas por la mayoría.
El desterrado, en cambio, es un castigado por la autoridad competente. Discrepa de los códigos vigentes y esa discrepancia normativa se considera que debe ser penada. Extrañado de su propio universo y en contra de su voluntad, es expulsado del territorio controlado por el poder. Hay, no obstante, diferentes formas de destierros como es la del confinado o deportado. En este caso, el poder saca al individuo y lo sitúa recluyéndole en un lugar preciso, como un insecto en la vitrina del entomólogo. Otra variante es la que se refiere al apátrida, pero aquí el individuo, una vez expulsado de su territorio, tiene plena libertad de movimientos, aunque puede verse privado de la posibilidad de regresar a su lugar de origen, si pesa sobre él una prohibición expresa de hacerlo.
Existe otra modalidad de exclusión de un semejante mediante el uso del espacio-tiempo. No implica su desplazamiento físico a un territorio ajeno sino que se trata de un destierro simbólico, una separación metafórica ante la comunidad presencial normativizada. Es el conocido «paseo de afrenta». Mediante él, el victimario y su víctima comparten un mismo espacio físico y simultáneamente se construye un universo antagónico y hostil. El lugar público, transformado en espectáculo, se convierte en el escenario del itinerario vergonzante. El protagonista, hombre o mujer, considerado enemigo político o de otra índole, es expuesto y estigmatizado en el paseo impuesto ante la mirada burlona e increpante de un público alentado por un ansia mórbida de castigo.
La invisibilización constituye asimismo un intento de fabricar la desaparición de una realidad presente y viva. Son recurrentes los procesos de homogeneización u ocultación con la intencionalidad de que el otro desaparezca cuando éste es percibido como amenaza para el poder. Todos conocemos las prácticas de exclusión que se producen en procesos de asimilación cultural y política. Así lo prueba la desaparición de culturas y pueblos mediante los procesos de colonización que imponen una identidad y formas ajenas a las gentes de ese territorio.
Nos referiremos, por último, a otra forma de ausencia, en concreto al individuo desarraigado. En relación a éste podemos decir que el mundo actual está poblado de desarraigados de muy diversos tipos y orígenes. Todos ellos participan, no obstante, de un universo común, ligados como están por el vínculo de haber sido desplazados de sí mismos. El desarraigado se ha convertido para sí mismo y para el otro en un ausentado. Es un alienado, un arrancado de la vida. Alguien que ha sido privado de lo propio. Alguien que ha sido penetrado por lo ajeno, lo exterior, lo dominante. Ha renunciado a la relación directa con la naturaleza y se ha sometido al exilio de un orden, en el fondo, malquerido. Ha cambiado la naturaleza por el paisaje de diseño, el pasado o el devenir por el presente. Ha elegido el poder en lugar de la comprensión y ha preferido el egoísmo a la inteligencia, la parte a la totalidad. Su vida se guía por la propaganda y lo representado más que por lo real. Su patria consiste en cualquier territorio llagado por la violencia de la ambición y la discordia, lugares en los que ya sólo se adora y honra la tierra profanada.
El desarraigado que estamos describiendo es hoy un normalizado, tal como decía Elia Lerga con su intolerante lucidez. Este desarraigado se enreda en su propia confusión. Pues se sueña en sus propios laberintos, a veces con dignidad, las más con desatino. Laberintos que el mismo elabora: exiguos, complejos o extraños. Porque desconoce la abundancia de la vida, se siente víctima de sus contradicciones y huye de lo natural. Sus ensoñaciones responden a una percepción dictada y conformada por la parcialidad de realidades impuestas. Sus modos de pensar y sentir nos devuelven la imagen de un ser humano encerrado y aislado en su propia individualidad, siempre aferrado con ilimitada desconfianza a un mundo que se le revela decepcionante.
Todo ello se concreta en una percepción limitada que ha transgredido la misma naturaleza, incluido su doloroso dominio, ocultando al individuo la posibilidad de hallar su centro. El resultado de todo ello es alguien que en sus intrincadas idas y venidas ha olvidado que entró casi furtivamente en el laberinto, empujado tan sigilosamente que ignora que está en él y ha olvidado su propio gozo, pero que cruzando esas fronteras tal vez se encuentre ante la presencia de sí mismo.
El poeta zen Ikkyû Sôjun lo dijo de este modo:
«En la escuela de Ikkyû, hay sufrimiento en medio del gozo,/ Cada rana se pelea en el fondo de la charca por asuntos de rango;/ elucubran noche y día sobre las palabras de los sutras;/ `correcto y equivocado', `yo y otros', despilfarran la vida en bagatelas».