El acuerdo alcanzado entre Bildu y PSE permitirá sacar adelante en Gipuzkoa una reforma fiscal que afectará fundamentalmente al IRPF -con tres nuevos tramos y un gravamen de hasta el 49% para las rentas más altas-, al Impuesto de Sucesiones y Donaciones y al Impuesto de Patrimonio, que se recupera tras ser eliminado por el anterior Ejecutivo foral, y que constituye un avance importante hacia un sistema tributario más justo y progresivo. Un paso en el que se deberá profundizar en próximos ejercicios, puesto que aún queda trabajo por hacer en esa dirección, pero que supone un punto de arranque positivo.

La reforma, que cuenta también con el aval de Aralar, es asimismo un punto de inflexión en una política fiscal que durante años ha sido modificada en favor de las rentas altas, de los empresarios y del capital, y en detrimento de los trabajadores. En este sentido, llama la atención que desde otros herrialdes se arremeta contra el acuerdo con el argumento de que el mismo rompe la armonización fiscal entre territorios, puesto que nada impide a las diputaciones de Araba y Bizkaia abordar una reforma de las mismas características, que apueste por una mayor progresividad. Ni PNV ni PP deberían confundir la armonización con la aceptación acrítica de un sistema que además de injusto no responde a las necesidades recaudatorias de la administración.

Por otra parte, el acuerdo pone el broche a una semana en la que la Diputación de Gipuzkoa ha logrado aprobar sus dos proyectos más importantes a estas alturas de ejercicio, como son los presupuestos y la reforma fiscal, y lo ha hecho además pactando con dos formaciones políticas diferentes, PNV y PSE. Ni los presupuestos ni los cambios en materia fiscal responden seguramente a lo que Bildu hubiera aprobado si contara con mayoría absoluta, pero no cuenta con ella, y la cintura que ha mostrado en las negociaciones deja en evidencia a quienes interesadamente ponían en duda su capacidad de gestión tras las elecciones de mayo.