Mikel INSAUSTI

LLa mitología griega vista por el exótico cineasta de origen indio Tarsem Singh se convierte en una confluencia de culturas, bajo el prisma de los pintores renacentistas como Caravaggio o Miguel Ángel, e incluso El Bosco, combinados todos ellos con el arte africano y el asiático. Es una plasticidad hecha a base de composiciones estéticas que bordean en todo momento el “kitsch”, y con las tonalidades dominantes de los dorados y los plateados. Dicho estilo de oropeles y purpurina se integra en una puesta en escena operística, con los intérpretes declamando al modo de las tragedias clásicas sus diálogos. En consecuencia la parte dramatizada resulta estática y desconectada del dinamismo de las secuencias de acción, más próximas en su planificación al videojuego. Ahora bien, la digitalización del movimiento de masas en las batallas no impide una disposición inspirada en el “peplum” y el cine épico de la etapa muda, en función de la perspectiva cenital resultante de la mirada de los dioses del Olimpo sobre el universo terrenal.

No voy a entrar demasiado en la valoración de Tarsem Singh como ilustrador, porque eso ya es cuestión de gustos, aunque el diseño de los Titanes, unidos entre si por una barra de acero como los muñecos de un futbolín, se sale un tanto de madre. Pero donde falla a todas luces tan manierista creador es en la vertiente narrativa, que sigue siendo su asignatura pendiente. Parece que lo único que le ha interesado del guión de los hermanos de ascendencia griega Parlapanides es su libérrima versión de la lucha entre Teseo y el Minotauro, mitos a partir de los cuales reinventan las creencias más delirantes de la Antigüedad, mezclando divinidades y guerreros humanos a capricho, para desembocar en un final que presenta al hijo del héroe, dejando descaradamente abierta la posibilidad de una continuación. Para ello tendrá que sobrevivir a las inevitables comparaciones con un éxito previo tan difícil de superar como el “300” de su directo competidor Zack Snyder.