Sin misterio en la casa Trotski
La isla de Prínkipo, cercana a Estambul, acogió el exilio del revolucionario soviético Lev Davidovich Bronstein «Trotski» (1879-1940). Aquí escribió su autobiografía y su casa, hoy arruinada y anónima, sigue siendo objeto de interés para los más variopintos forasteros. No faltan tampoco periodistas que imaginan, o directamente inventan, la existencia de recuerdos o incluso la conservación de parte de la biblioteca del autor.
Juanma COSTOYA | GASTEIZ
En el atracadero de Buyuk Ada nadie parece saber dónde está la casa de Trotski. El nombre del antiguo líder comunista y general del Ejército rojo ni siquiera les suena. Es necesario subir las escaleras que desde el muelle conducen hacia los palacetes decimonónicos para obtener una primera pista.
En la isla, la mayor de las que forman el archipiélago de la Princesa, no hay vehículos a motor y buena parte del transporte se hace en calesa tirada por caballos, en bicicleta o directamente andando. Las villas elegantes y decadentes, el olor a estiércol, el piafar de los caballos y las campanillas de las calesas lanzadas al trote transportan al visitante a otra época. Son, precisamente, los caleseros los primeros en indicar vagamente una sombreada avenida que entre pinos, jardines y casonas se extiende paralela al mar. Los propietarios de uno de los kioscos cercanos atinan más y, gracias a sus indicaciones, se hace posible llegar hasta un muro de ladrillo y piedra tras la que se oculta, apenas entrevista por una vegetación tupida y anárquica, las ruinas de una casa de piedra, madera y ladrillo rojo en la que vivió León Trotski en los dos últimos años de su estancia en la isla (1929-1933).
Autobiografía
Fue aquí, recién exiliado de la URSS por orden de Stalin, donde Trotski escribió «Mi vida», el resumen de una existencia marcada por el exilio, la lucha clandestina, la revolución rusa y la progresiva caída en desgracia ante un cada vez más omnipotente Stalin. A la postre, la persecución a la que el implacable georgiano sometió a Lev Davidovich Bronstein Trotski culminó un 20 de agosto de 1940, en otro exilio lejano, esta vez en el barrio de Coyoacán, México D.F., cuando el catalán Ramón Mercader asesinó, valiéndose de un piolet, al líder comunista disidente.
Las memorias escritas en esta casa de Prínkipo son un documento histórico de calidad literaria en el que Lev Trotski denuncia la deriva autoritaria y dictatorial a la que se estaba dirigiendo un régimen comunista, tutelado por Stalin, salido de las luchas contra la autocracia zarista.
Sin saberlo, Trotski vivió aquí el mejor de sus exilios. Bajo el amparo de Mustafá Kemal Ataturk, padre de la moderna Turquía, el líder comunista disidente disfrutó de algo parecido a la tranquilidad e incluso al relajo. No fue ajena a esta sensación la casa en que se instaló la familia y sus allegados. La casona fue construida en 1895 para la familia griega Sevastopoulos-Triantaphyllides y le fue alquilada al revolucionario ruso después de que su primera morada en la isla de Prínkipo fuera pasto de las llamas. En un primer momento se culpó a la hija de Trotski del origen del fuego. La joven Zinaida padecía trastornos depresivos que la llevaron al suicidio tiempo después en Alemania. Sin embargo, hay quien sostiene que las llamas en la casa de Isset Passa fueron provocadas por un agente estalinista deseoso de reducir a cenizas el vasto archivo documental que Trotski guardaba en la casa.
El escritor cubano Leonardo Padura refleja con maestría esta etapa de la vida del revolucionario en su novela «El hombre que amaba a los perros» (Tusquets). Los atardeceres en la compañía de los pescadores locales, el trabajo en su aireado despacho por donde se colaba la brisa del cercano mar, los paseos por la isla, constituyeron un contrapunto con los exilios que habrían de venir, lóbregos, opresores, sintiendo que el invisible dogal de los agentes de Stalin se apretaba cada vez más sobre su vida.
Palacios y «yalis»
Tampoco su exilio en Prínkipo fue un lecho de rosas. A poco más de una hora de navegación se alzaba Estambul, una ciudad en la que convivían centenares de rusos blancos derrotados por el exiliado y deseosos de tomarse revancha, con docenas de agentes estalinistas. A pesar de todo, la isla ofrecía una cierta sensación de seguridad y su ambiente, a la vez aislado y distante, se llenaba de veraneantes distinguidos todos los veranos.
Al igual que en las riberas del Bósforo, en Prínkipo o Buyuk Ada (los dos apelativos, «Isla de los Príncipes» e «Isla Grande», respectivamente se refieren a la misma isla) fueron construidas muchas de las mansiones en las que vacacionaban relevantes personajes del Imperio otomano. Muchas de estas casas, llamadas yalis, fueron construidas con maderas de barcos antiguos. Algunos de estos yalis están pintados con colores diferentes. En aquella época los turcos podían utilizar cualquier color a su capricho aunque lo más frecuente era usar el azul, el blanco o el amarillo. Los armenios sólo podían utilizar el rojo, los griegos el gris y los judíos sefarditas el negro. La mayor parte de los armenios y judíos eran acaudalados comerciantes del barrio de Pera, en Estambul, que tenían en Prínkipo una segunda y lujosa residencia de recreo.
Belle Époque
El tiempo, que ha destruido la antigua casa de Trotski, ha respetado, mal que bien, el ambiente de la isla. El visitante casi espera ver en alguno de los jardines a Vladimir Nabokov, el autor de «Lolita», vistiendo pantalones blancos y corriendo detrás de una mariposa armado con una red. Los lectores de Antón Chejóv no tendrían dificultades en reconocer un escenario que también recuerda al de la película de Nikita Mihalkov «Ojos Negros», protagonizada por Marcello Mastroiani y basada, precisamente, en el cuento de Chejóv «La dama del perrito». El visitante no puede dejar de preguntarse si Pierre Loti, el legendario escritor de viajes, dejaría alguna tarde su café del Cuerno de Oro para, después del pertinente trayecto marítimo, pasear en calesa por las sombreadas avenidas de Prínkipo. La respuesta afirmativa parece obligada. Después de todo, el autor entre otras muchas obras ambientadas en Estambul de «Aziyadé» y «Constantinopla, fin de siglo» fue un gran conocedor de la ciudad y sus extraordinarios alrededores. Estambul y su ambiente histórico y marítimo no han dejado indiferente a ningún escritor. Gerard de Nerval, Flaubert, Orhan Panuk, Maurice Wiesenthal o Juan Goytisolo son solo algunos de los que han hecho de la mítica Constantinopla el argumento de sus creaciones literarias.
Quizás sea la influencia de este ambiente, a mitad de camino entre lo autosugestionable, lo trágico y lo novelesco, lo que ha llevado a algún periodista a asegurar, en fechas muy recientes, que en la casa de Trotski en Prínkipo sobrevivían algún recuerdo personal del líder soviético e incluso parte de su biblioteca personal, ubicada en un imaginario segundo piso de imposible acceso. Una supuesta aura sacramental envolvería, según estas interpretaciones periodísticas fantasiosas, la casa del revolucionario, que recibe el calificativo de «misteriosa». La verdad es más prosaica y lo cierto es que de la mansión en la que se escribió una de las autobiografías más interesantes del periodo histórico conocido como Revolución Rusa no queda nada.
Esta nada incluye, desde luego, un par de paredes de ladrillo con orientalizantes ventanas y un jardín en el que se entrecruzan asilvestrados arbustos con pinos, cipreses, acacias espinosas e higueras aromáticas. Casi difuminadas por las agujas de pino y la hojarasca acumulada unas escaleras de hormigón se adivinan colina abajo en dirección al embarcadero. Allí, ya en mar abierto, donde es dado imaginar, después de leer la novela de Padura, a un Trotski casi jovial partiendo en animadas excursiones de pesca, allí mismo flotan hoy los cuerpos translúcidos y siniestros de una plaga de medusas que se extienden hasta el muelle.
El ambiente general de la isla también ha cambiado. Ahora los restaurantes de pescado ocupan su privilegiada ubicación en detrimento del paseo marítimo. La isla es uno de los destinos preferidos de fin de semana para las parejas de capitalinos, que buscan paseos tranquilos e intimidad lejos del bullicio de Estambul. Grupos de jóvenes vestidos de domingo, armados de gafas de sol y móviles exhiben su vitalidad por los mercados próximos al muelle. A los locales se les distingue por su paso firme y por su vestimenta de tonos oscuros. También porque alborotan menos.
Unos y otros tienen, sin embargo, algo en común: casi todos ignoran quién fue un tal Trotski.
Las casas de los escritores han sido siempre un lugar de peregrinación para unos fieles individualistas y muy particulares: sus lectores. Ensimismados, evitando el bullicio, imaginando que la casa objeto de su interés es una prolongación de un admirado talento literario, los visitantes recorren la geografía doméstica del escritor con la misma unción con la que otros conmemoran las plegarias religiosas más íntimas. Las casas de Neruda en Isla Negra o Valparaíso, el hogar de Hemingway en San Francisco de Paula, a las afueras de La Habana; o el piso en el que Constantino Kavafis pasó en Alejandría los últimos años de su vida son solo tres ejemplos entre otros muchos en los que puede asistirse a este ritual a mitad de camino entre lo profano y lo religioso.
Fiel a este espíritu, la escritora italiana Sandra Petrignani es la autora de «La escritora vive aquí» (Siruela) un viaje por las casas, los objetos y la vida de algunas de las más grandes escritoras, desde Marguerite Yourcenar a Karen Blixen. J.C.
El visitante casi espera ver en alguno de los jardines a Vladimir Nabokov, el autor de «Lolita», vistiendo pantalones blancos y corriendo detrás de una mariposa. Los lectores de Chejóv no tendrían dificultades en reconocer un escenario que también recuerda al de la película de Mihalkov «Ojos Negros».
Fue en la isla de Buyuk Ada donde Trotski escribió «Mi vida», el resumen de una existencia marcada por el exilio, la lucha clandestina, la revolución rusa y la progresiva caída en desgracia ante un cada vez más omnipotente Stalin.