La llegada al poder del derechista Sebastián Piñera, que en su Ejecutivo incluyó a personas vinculadas a la dictadura de Pinochet -precisa- mente a iniciativa del actual Gobierno, dejará de llamarse «dictadura» en los textos escolares adoptando la denominación de «régimen militar»-, ha endurecido aún más la política gubernamental contra los mapuches, en el ojo de huracán a raíz de los incendios que han asolado más de 51.000 hectáreas en el sur de Chile, una zona predominantemente mapuche.

El propio presidente se ha encargado de ponerlos en la picota al señalarlos como responsables de la tragedia y amenazar con aplicar la Ley Antiterrorista a los presuntos autores. Tras visitar a los bomberos heridos, afirmó tener «antecedentes, información y evidencia de múltiple naturaleza que apunta a que muchos de estos incendios no fueron fruto del azar o la naturaleza». En el trasfondo de estas acusaciones, sin embargo, se esconden otras realidades que no interesa airear a la agenda oficial, como, por ejemplo, la escasez de medios y preparación que ofrecen las empresas forestales a sus trabajadores, la mayoría temporales y jóvenes sin ninguna experiencia previa: solo reciben un curso de preparación de cuatro días, trabajan dos semanas de manera ininterrumpida a cambio del salario mínimo y disponen de herramientas muy rudimentarias para sofocar el fuego.

Estos señalamientos han derivado en un clima de represión contra las comunidades mapuches, que piensan presentar una querella contra el Ejecutivo por la violenta irrupción de los carabineros en la comunidad de Ercilla, en la Araucanía, que se saldó con una persona herida de bala y una joven embarazada hospitalizada.

Pero Chile no es el único escenario adverso para los indígenas. El pasado día 6, la Policía paraguaya desalojó a la fuerza a un grupo de guaraníes que llevaban semanas acampados para reclamar la devolución de sus tierras, promesa incumplida del Gobierno. Siglos después, su wallmapu sigue en manos ajenas, y ellos, sin una política real que los ampare.