Mikel INSAUSTI

Desde que Billy Wilder hizo “El gran carnaval” el mundo ha cambiado mucho, y hoy en día ya no tendría sentido centrar en la prensa las críticas por la explotación de la noticia de un accidente y de sus consecuencias trágicas. El monstruo mediático ha crecido y cada vez son más sectores los que se alimentan de un determinado suceso y de la fama negativa, pero fama al fin y al cabo, que acarrea. Esto obliga a Álex de la Iglesia a lanzar sus dardos envenenados en todas direcciones, con lo que la mayoría de ellos se pierden sin dar en una diana concreta. La falta de efectividad viene dada por culpa de un guión poco inteligente, que se presta a la descripción maniquea de los personajes, dividiéndose de forma harto simplista entre los buenos, que son los que no tienen trabajo, y los malos, aquellos que sí lo tienen y pueden tomar decisiones desde sus cargos. Dentro del segundo grupo las caricaturas son de trazo muy grueso, más aún en manos de Juan Luis Galiardo, Fernando Tejero y Juanjo Puigcorbé.

La sátira se vuelve tan obvia que la telebasura parece ser la fuente de todos los males, hasta de la corrupción política si se tercia. El aprobado llega por una labor visual que remonta las deficiencias argumentales, gracias a que el genial creador de “Balada triste de trompeta” vuelve a dirigir de forma brillante, exhibiendo una vez más su completo dominio del espacio escénico. Se reafirma con cada secuencia en que hay un gran tumulto, como cuando el estelar José Mota intenta en vano avanzar en contra de la marea humana que lo arrastra hacia su fatal destino. La localización del Teatro Romano de Cartagena es perfecta, al convertirla en un circo actualizado de varias pistas bajo los focos y las cámaras que no dejan de disparar. El objetivo es este nuevo mártir que adopta la posición de Cristo sin dejar de ser gracioso, especialmente refiriéndose a su hijo gótico y a las pesadas botas que hacen temblar el andamiaje de la instalación en obras, inaugurada con absoluta precipitación.