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Fermín gongeta I Sociólogo

Crisis de dinero y de democracia

La crisis actual, no es solamente económica, sostiene Gongeta en su artículo, sino que se trata de un grave problema político de democracia. Las democracias, afirma, nacieron fundamentadas en las exigencias sociales, pero comenzaron a degenerar al romper el equilibrio entre los intereses cada vez mayores del poder y las necesidades sociales.

En el mes de abril del 2008, ediciones Payot imprimió 8.000 ejemplares de uno de los clásicos de la economía americana, John Kenneth Galbrait. En el mismo año se triplicaron las ventas de las obras de Carlos Marx. Y, en menor escala, la obra de Keynes.

Entre los intelectuales, unos pretendían entender las relaciones sociales a través de los procesos económicos vividos, mientras que otros intentaban cambiar las relaciones sociales en base a cifras y ecuaciones matemáticas.

Fue mucha la gente que, a basándose en el pensamiento de los grandes economistas, intentaba comprender la crisis económica en la que nos habían metido.

Entre tanto, el mundo se mantiene dividido en dos partes absolutamente desproporcionadas e irreconciliables en número y en poder, al tiempo que el desnivel entre las clases sociales no cesa de aumentar. Unos pocos, el 5 por ciento de la población mundial, se ha hecho con el 85 por ciento de la riqueza del planeta, condenando impunemente al resto a la pobreza, la enfermedad y la muerte prematura.

Mientras los economistas discuten el futuro del mundo, los políticos, siempre en nombre de la democracia, continúan marcando el camino del empobrecimiento masivo, de la decadencia absoluta de la sociedad.

Son estos, autoproclamados demócratas, quienes han cambiado el vocabulario, suprimiendo las palabras que podrían ser malsonantes entre ellos, o «malinterpretadas» por la plebe. Está mal visto, por ejemplo, hablar de explotación obrera. Así que decimos «competitividad de supervivencia», que es lo mismo, pero no suena tan mal.

Ya no existe la lucha de clases, sino complejidad de la realidad y, de paso, convertimos a los patrones en empresarios o, mejor aún, en emprendedores.

El salario se ha transformado en coste de trabajo, la obtención de beneficio es ahora creación de valor y los despidos se reducen a planes de acción empresarial. La realidad opresiva no cambia, mientras que las palabras grandilocuentes invaden nuestros cerebros a través de los medios de comunicación y se imponen incluso en nuestro diálogo coloquial.

Quienes mantienen la injusticia y el hambre, en nombre de la democracia, no necesitan comprar ni leer a Marx ni a Keynes, ni tan siquiera a Galbrait. No tienen tiempo y, lo que es más grave, no saben hacerlo. Tienen ojos, pero no ven; oídos, pero no oyen.

Ellos, los poderes públicos, se pavonean de demócratas mientras la verdadera democracia es ajusticiada, asesinada impúdicamente en las plazas públicas, a través de expedientes de regulación de empleo, cierres de empresas o deslocalizaciones, con la colaboración de los órganos represivos jurídicos y policiales, obscenamente llamados fuerzas del orden.

La crisis en la que nos han introducido los poderosos del planeta no es únicamente económica, sino que fundamentalmente se trata de un problema político de democracia a escala mundial. Y precisamente por eso, es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo.

Porque las democracias, cuando nacieron, se establecieron sobre las bases de unas exigencias sociales. Inicialmente contra el poder absoluto de los príncipes y reyes. Posteriormente crecieron luchando por un salario justo, una vida digna, el derecho a la educación, a la sanidad, a una vivienda para todos.

«El único bien deseable -dice Wallerstein, gran investigador de la universidad de Yale- es el que permite obtener para la mayor parte de la humanidad una vida racional e inteligente». Y, aunque no lo hubiese dicho, ¡es tan evidente! Lo malo es que lo que es racional para el patrón no lo es para el obrero. La lógica del poder no puede ser compartida por quienes estando en paro no disponen de lo necesario para esa vida digna.

La degeneración de las democracias políticas, nunca culminadas por el degradante bipartidismo, se inició al romper la unión, la interdependencia y equilibrio entre los intereses desmesurados del poder y las necesidades sociales. Porque siempre fue el poder quien permitió, potenció y se benefició del incremento de las desigualdades entre los ciudadanos. Porque, como defendió Kafka, el poder es el camino contrario a la libertad.

El que en esta época de crisis de democracia se compren y lean los libros de los grandes pensadores, el que tengamos cada día un conocimiento más preciso de las desigualdades no nos lleva a corregirlas. Es la acción, y no el pensamiento, lo que cambia la sociedad. Y el acierto o fracaso de la estrategia utilizada no se conoce sino al final del proceso. Proceso siempre inconcluso, proceso permanente.

El camino a seguir no tiene nada de novedoso. Elías Díaz, en su obra «Estado de Derecho y sociedad democrática», ya en el año 1966 escribía: «La sociedad democrática puede definirse como aquella capaz de instaurar un proceso de efectiva incorporación de los hombres, de todos los hombres, -y mujeres- en los mecanismos del control de las decisiones, y de la real participación de los mismos en los rendimientos de la producción».

El viejo humanismo consideraba la democracia como una forma de vivir de la sociedad, y no solamente como una forma de régimen político. La continuidad de la llamada lógica de la producción y la acumulación de capital amenaza a toda la humanidad. Y esta amenaza se resume y expresa en la contradicción antagónica vida-muerte. La vida de unos pocos sobre la multitud de cadáveres y víctimas.

El problema no es únicamente superar el capitalismo como fenómeno económico, sino superar toda la civilización del capital y su final de individualismo excluyente. Nos advierte la argentina Isabel Rauber de que «El desafío es mucho mayor. Nosotros vivimos una civilización deshumanizada, en el sentido que promueve una alienación muy grande de los seres humanos, porque somos cada vez más objetos de consumo. Cada vez vivimos menos para nosotros, colectivamente, y mucho más para el mercado».

No se puede implantar la solidaridad que nos libere de la miseria dentro de un sistema falsamente autocalificado de libertad de mercado, por lo que es preciso que empecemos a despreciar el consumismo, tan enquistado en todos los niveles de la población.

Pero además, «la izquierda requiere una autotransformación. Necesita darse cuenta de que es el pueblo el que hace los cambios y no únicamente los militantes del partido. Que es fundamental trabajar con la gente, desde la gente y para la gente».

Pienso en los movimientos que se están produciendo en Euskal Herria, en sus andaduras y sus inevitables réplicas, y también en las posibilidades de diálogo que se abren entre nosotros. Y me ennoblezco pensando que sí, que únicamente destruiremos las contradicciones del sistema si somos capaces de dialogar, analizar, descubrir y superar nuestras propias discrepancias. Convencido de que seremos capaces de hacerlo.

Y con este sentimiento sobre las enormes posibilidades que se nos abren en la lucha social y política me adhiero plenamente al saludo de fin de año de Alfredo Grande: «Para las y los compañeros, militantes, activistas, combatientes, luchadores del amor y la esperanza, que el 2012 sea feliz en la felicidad de lucha. Para los represores, esclavistas, estafadores, torturadores, asesinos, que el 2012 sea infeliz y miserable. Feliz año para todos: nunca más».

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