Mikel INSAUSTI

Bunraku es un experimento que se inscribe en el proceso que media entre el final del cinematógrafo y la búsqueda de un nuevo concepto de espectáculo audiovisual. Es de las cintas, por así llamarlas, que invierten mucho más tiempo en su postproducción que en el rodaje con actores. Renuncia al contexto realista y opta por crear un universo artificial a golpe de efectos digitales, del mismo modo que “Sin City” quiso crear una dimensión en la que el cómic encontrara su propia dinámica sin pasar por la adaptación con personajes de carne y hueso. La originalidad aportada por el israelí Guy Moshe reside en que no ha partido directamente de una historieta gráfica, sino que ha preferido inspirarse en el teatro japonés tradicional de marionetas referido en el título. Una declaración de principios que se concentra en el prólogo que acompaña a los créditos iniciales, donde se explica mediante técnicas de animación la escalada belicista de la humanidad, hasta llegar a una sociedad futura en la que la tecnología armamentística es prohibida, decisión insuficiente para impedir que la naturaleza violenta se manifieste y se vuelva al enfrentamiento físico.

El problema de “Bunraku” está en su falta de definición, ya que no acaba de conciliar la narrativa del cine de acción con sus pretensiones artísticas, quedándose en tierra de nadie, sin convencer ni a los seguidores de las películas de artes marciales ni a un público más intelectual. Las coreografías de lucha se mueven entre las influencias orientales y el “spaghetti-western”, mezclando samuráis y cow-boys que dicen diálogos tarantinianos sacados de “Kil Bill”. Pero la puesta en escena es mucho más ambiciosa, con ecos visuales de las primeras creaciones de Lars Von Trier como “El elemento del crimen” o “Europa”. Los decorados están construidos en papel maché, con la consiguiente impresión de cómic en movimiento, reforzada por el subtitulado onomatopéyico que, junto con los vivos colores, recuerda al “Batman” televisivo de los 60.