Patxi Zamora Periodista
La «obra social» de la banca usurera
Las grandes plusvalías del suelo han ido a parar a manos de unos pocos. Entre 2002 y 2005 el segmento del 10% más rico incrementó su patrimonio un 50% Un estado con millones de viviendas vacías y miles de personas desahuciadas mediante leyes tercermundistas es insostenible
Pareja con hijos y trabajo estable firma un crédito con entidad bancaria para, previa tasación, la compra de vivienda; para ello la hipoteca y la avala con la de otros familiares. Tras años pagando puntualmente, la pareja queda en el paro y no puede seguir abonando los recibos. Acude al banco y le plantea una moratoria o bien la entrega (dación en pago) de la vivienda. También le ofrece a la entidad la propiedad de la vivienda y que esta se la realquile a precio de mercado. La respuesta es negativa para cualquiera de las posibilidades y se le comunica que, en caso de impago, será desahuciada, sus familiares avalistas también y mantendrá la deuda de por vida. Por su parte, el banco subastará la vivienda (con la nueva modalidad exprés, a través de las notarías, podría autosubastársela por un precio ridículo y revenderla por lo que estime). Así habrá cobrado miles de euros de la hipoteca durante años, se lucrará en la venta tras el desahucio, se apropiará de la vivienda avaladora y mantendrá la deuda de sus clientes.
Las constructoras más importantes han conseguido no pocos contratos millonarios gracias a sobornos a los políticos. ¿Alguien ha visto a sus ejecutivos, que en definitiva fueron los que incitaron a delinquir y entregaron la mordida, acudir a los juzgados a declarar como imputados? Los banqueros Ibarra y Botín, reconociendo implícitamente su delito, descuido según ellos, han tenido que pagar millones de euros por impuestos de cantidades astronómicas evadidas al fisco. Habrá quien me acuse de demagogia, pero la realidad es mucho más cruda. La hipocresía del sistema y sus delincuentes de guante blanco pasean su impunidad ante las tragedias que se están viviendo. No hay estado de derecho cuando existe una justicia para los pobres (ahora les llaman «de escasos recursos») y otra para los próceres de la nación. Y como decía San Agustín, «un país que no tiene Justicia equivale a una banda de ladrones». Con la ley en la mano resulta evidente que la vivienda no es un derecho sino un producto especulativo. A las mismas entidades bancarias que reciben miles de millones de ayudas públicas y que financian generosamente la visita del Papa, ONGs o, como Banca Cívica («nuestra» ex CAN), recogen alimentos para necesitados, no les tiembla el pulso para dejar en la calle a familias sin ingresos por la pérdida de sus puestos de trabajo.
Desde el comienzo de la crisis en 2007, en Euskal Herria se han llevado a cabo unas 7.400 ejecuciones hipotecarias, 2.700 de ellas en Navarra, la mitad por la fuerza, dejando, en cada una de ellas, a una familia sin casa y otra casa deshabitada. En el Estado español 70 mil pierden su vivienda cada año. La causa no es otra que la deriva financiera del capitalismo que ya estudiara Carlos Marx, todavía tan vigente en sus análisis. Una economía de casino legalizada al servicio de gangsters que son adulados por reyes y gobernantes prestos a seguir sus directrices y su ejemplo.
Entre 1997 y 2007 el coste de la vivienda libre se triplicó artificialmente al tiempo que no existe en el mundo estado con tantas viviendas vacías (6 millones según el INE). Los años del «todo urbanizable» y los créditos fáciles para el negocio de la venta de hipotecas en la Bolsa (una locura tramposa, jugar con las hipotecas como si ya estuvieran cobradas) han derivado en la mayor crisis conocida, agudizada por los indecentes sueldos y dietas de ejecutivos y cargos públicos que, junto a los dividendos a los especuladores, se jalaron todos los beneficios del boom.
Las grandes plusvalías del suelo han ido a parar a manos de unos pocos. Entre 2002 y 2005 el segmento del 10% más rico incrementó su patrimonio un 50%, mientras la mayoría perdía poder adquisitivo real. Diversos expertos reclamaron al gobierno en 2007 que adquiriera parte de las viviendas y creara un parque público de alquiler. En otros países que sufrieron similares circunstancias, las entidades financieras pusieron en el mercado (venta y alquiler) ese stock de viviendas a unos precios moderados y les dieron salida. Asumieron unas pérdidas, pero les permitió volver a funcionar. En el reino borbónico pretenden subsanar las deudas provocadas por esos activos inmobiliarios «tóxicos» solo con las ayudas públicas a las entidades financieras, que continúan repartiendo dividendos.
Frente a estos abusos nacen las PAH (plataformas de afectados por las hipotecas), asambleas autónomas que pretenden aportarles defensa jurídica y apoyo, negociando con los bancos e intentando frenar los desahucios con plantes y reocupaciones. Además, las PAH impulsan una Iniciativa Legislativa Popular que recoja la dación en pago (liquidación de la deuda hipotecaria una vez entregadas las llaves) y una moratoria para los desahucios.
Está en manos de la presión social poner fin a este sinsentido que permite a los usureros acumular viviendas envenenando el problema de la burbuja inmobiliaria. La ley debe orientarse hacia el bienestar social, a luchar contra la especulación y a proteger el arrendamiento como fórmula de futuro. Porque las raíces del «propietarismo» y la alergia al alquiler hay que buscarlas en la ley del suelo de 1956 -el franquismo entendió que un país de propietarios era mucho menos susceptible de derrocar al régimen que un país de inquilinos- que hizo extraordinariamente rentable la venta de vivienda y muy poco atractivo el alquiler.
El poder del complejo inmobiliario financiero parece invencible. Pero la paciencia de la ciudadanía tiene un límite y experien- cias como las PAH han puesto en marcha una lucha justa, con propuestas llenas de sentido común que van a sumar cada día nuevas solidaridades. Un estado con millones de viviendas vacías y miles de personas desahuciadas, mediante leyes tercermundistas que favorecen a la delincuencia especulativa, es insostenible. La usura del siglo XXI merece que movimientos sociales, sindicales, políticos y la ciudadanía se impliquen para combatirla.