Algunos nombramientos resultan incomprensibles desde el punto de vista del derecho humanitario. Un juez de primera instancia de Nueva York acaba de desestimar una demanda presentada por organizaciones tamiles y estadounidenses contra la designación del exgeneral cingalés Shavendra Silva como asesor especial del grupo de operaciones de paz de la ONU.

Silva estuvo al cargo de la división número 58 del Ejército de Sri Lanka durante la campaña militar que, oficialmente, acabó con los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil y que dejó más de 40.000 muertos, la mayoría civiles. Imágenes aéreas obtenidas por la propia ONU, de cuya existencia parece haberse olvidado, mostraron en su día cráteres de grandes dimensiones en lugares donde, antes de los bombardeos, había poblaciones. El Gobierno empleó toda la maquinaria militar y represiva a su alcance para exterminar a los líderes guerrilleros y mandar un mensaje aterrador a la población civil, confinada, tras los combates, en centros de internamiento. Las fotografías que activistas tamiles lograron enviar al exterior, burlando el cerco mediático impuesto por Colombo, que no permitió el acceso de ningún medio de comunicación, dieron cuenta de la magnitud de la tragedia.

Un panel de expertos de la ONU concluyó que «había serias y creíbles denuncias» de que los ejércitos de Tierra y Aire así como la Marina cometieron crímenes de guerra y contra la humanidad. En un apartado de este informe, fechado en abril de 2011 y enviado a Ban Ki-moon, analizaron de forma específica la responsabilidad de Silva en estos hechos.

Pero las acusaciones contra los militares cingaleses no se ciñen a los tamiles. En 2007, fueron deportados de Haití, donde formaban parte de una misión de paz de la ONU, por cometer abusos sexuales contra la población local.

Con estos antecedentes, es difícil de entender cómo sigue siendo representante permanente de Sri Lanka ante la ONU y, más aún, su elección para desempeñar una tarea relacionada con la construcción de la paz y los derechos humanos.