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CRíTICA teatro

Ectoplasma del arte

Carlos GIL          

Sobrecogedora creación escénica en la que unos dantzaris de larga trayectoria ofrecen, de la mano maestra de Mizel Théret, unos retazos de su memoria corporal, de sus recuerdos vitales convertidos en un silencio que baila desde la sensación, la mirada, la composición y el arte retenido, no como un virtuosismo, sino como una manera de ser, de estar, de sentirse vasco y universal.

Entre los tres intérpretes suman doscientos cuarenta y cinco años de trabajo creación, búsqueda, giras, clases, amor a su tierra, a sus ancestros a la danza, que vertidos sobre un escenario de seda, luz, músicas, movimientos y corporalidad hecha atracción cósmica, se convierten en eso tan intangible que a veces somos capaces de llamar arte, que podemos asegurar que lo que hemos visto, oído, sentido, está traído desde un lugar que debe llamarse alma, o de una suerte de trío de ectoplasmas que bailan, sienten, hablan, recuerdan, expresan y nos transportan de la manera más esencial a los territorios del placer artístico, de la comunión absoluta, en cuerpo y alma, que nos elevan como espectadores a una categoría de testigos de un alumbramiento: la serenidad creativa de unos cuerpos que atesoran la historia y el convencimiento de pertenecer a un pueblo y nosotros, espectadores, que formamos con ellos un colectivo.

Buena mano del director y coreógrafo que consigue una perfecta unidad. Disposición artística, elegancia, compostura, disciplina de los intérpretes, una selección musical que acompaña, mece, exalta, ajusta, disuelve y reconstruye la memoria. Un espectáculo bello, rotundamente necesario, único y excepcional.

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