George Best, el genio del United en una botella
El Manchester United al que hoy se mide el Athletic ha alumbrado a lo largo y ancho de su historia a grandes leyendas del balompié, muchas de nivel mundial. La mayor -o la mejor- George Best. Este artículo, publicado en la revista digital www.jotdown.net, es un canto al «quinto Beatle».
E.J.RODRÍGUEZ
Hay futbolistas que nunca abandonan el barrio. Es solo que ese barrio se va haciendo más grande en torno a ellos. «Creo que te he encontrado a un genio». Así decía el telegrama con el que un ojeador inglés, impulsado por la urgencia de saber que estaba ante algo grande, comunicaba emocionado su nuevo hallazgo al presidente de un insigne equipo de fútbol de la Premier League. De viaje por la capital de Irlanda del Norte -la Belfast de los silencios culpables, las sangrías religiosas y las bombas- el ojeador había visto jugar al fútbol a un chaval de quince años. Uno de estos adolescentes enclenques, de piernas flacas y rodillas salientes, de caminar desgarbado y baja estatura, que otro ojeador con menos agudeza hubiese dejado pasar juzgando más lo anémico de la planta que lo brillante de sus maneras. Ese mismo chaval al que el equipo local, de la división regional, había rechazado por ser demasiado delgado y demasiado débil. Sí, aunque parezca mentira, en el club de su barrio habían dejado escapar nada menos que a un quinceañero George Best, el mismo que un par de veranos después -a la edad de diecisiete- estaría jugando con todo un Manchester United en las más altas competiciones. El ojeador debió de sentirse después como aquel ejecutivo discográfico que un buen día rechazó contratar a los Beatles.
A los quince no jugaba en ninguna parte y a los diecisiete ya estaba en uno de los mayores equipos del mundo, desplegando sus habilidades de patio de colegio ante decenas de miles de personas cada domingo. No fue fácil. La primera vez que lo llevaron a Inglaterra se volvió a Irlanda tras dos días, incapaz de aguantar lejos de su casa. Pero el Manchester sintió que lo necesitaba, por más que él no pareciese necesitar al Manchester. Dado que tenía quince años y aún no podían atarlo con un fichaje profesional, lo contrataron como chico de los recados.
Aquel mocoso irlandés de aspecto insignificante y tímida sonrisa de ardilla era alguien que no podían dejar escapar; hasta su mismo apellido lo decía: Best, `el mejor'. El Manchester cuidó su nueva joya como oro en paño. Durante su primera temporada, dosificaron las apariciones de Best para adaptarle a la competición y el público empezó a enamorarse de él. No hay nada en el fútbol como ver despuntar entre los curtidos profesionales a un chaval recién salido de la calle. No es extraño que terminase eclipsando al propio Bobby Charlton, que no es que fuese una estrella del Manchester: es que él era el Manchester.
Recordemos que Charlton había sobrevivido cuando el avión en que viajaba el United se había estrellado al intentar despegar de Munich, tiempo atrás. Medio equipo había fallecido volviendo de un partido con el Estrella Roja de Belgrado; un cataclismo histórico para la escuadra roja. Habían pasado cinco años y el Manchester aún estaba lamiéndose las heridas, cuando apareció de la nada el irlandés. Pocas veces un equipo necesitó tanto la sangre nueva y George Best fue esa sangre nueva, sólo que mejor de lo que nadie podría haber esperado. Se le comparaba incluso con Stanley Matthews, el hasta entonces más eminente extremo de la historia del fútbol británico.
En un solar llamado Old Trafford
Y fue en el Manchester donde Best cimentó su fama y su gloria. Olvídense ustedes de las sesiones de moda de David Beckham. George Best fue nada menos que `el quinto Beatle', eso lo resume todo. No lo digo yo, lo decían los ingleses, que son tan suyos para estas cosas, así que habrá que hacerles caso. Lo cierto es que Best se convirtió muy rápidamente en una superestrella. Su fútbol era, para el espectador de entonces, como el bocadillo que se llevaba cada cual al estadio: un momento de gozo garantizado, incluso en mitad del peor de los partidos.
No, no era la clase de futbolista del que uno puede esperar que pase noventa minutos centrado en una táctica. El pequeño Georgie seguía jugando en un solar, solo que ahora el solar se llamaba Old Trafford. Y su técnica seguía siendo la del solar del barrio. Sus regates, por ejemplo, eran producto del mero engaño infantil: pocas veces se ha visto una cintura como la de Best, capaz de tumbar a cualquiera con un amago apenas perceptible. Había siempre algo de dubitativo en sus movimientos, como los del niño que sigue una inspiración sin estar muy seguro de dónde va a terminar, pero a la vez con la certeza de saber que puede conseguir hacer lo que está intentando hacer, aunque aún no sepa de qué se trata.
Era un extremo -como Garrincha- porque la banda es el refugio natural del jugador talentoso y a la vez anárquico, pese a que muchas veces se movía por el campo según sus propios instintos le dictaban. Era la pesadilla para cualquier entrenador rival, que no hubiese podido dibujar líneas suficientes en su pizarra. Best podía entrar en el área por una banda y justo después abandonarla en vertical -pero hacia abajo- para seguidamente dar la vuelta y entrar en el área una segunda vez, ya de cara a puerta.
Una jugada difícil de describir por escrito, y aún más difícil de anticipar y prevenir en el campo. También le gustaba moverse en horizontal desde un extremo hasta el otro del terreno de juego, siguiendo una trayectoria anómala que solía dejar perplejos a los defensas, que se preguntaban: ¿Pero qué clase de jugador deambula de manera tan extraña con el balón en los pies?
George Best no se parecía a nadie. Y nadie se parece a George Best.
Y además de su fútbol estaba su personalidad cautivadora, que lo era precisamente porque no parecía que intentase cautivar al público, excepto -claro está- sobre el campo. Él mismo asimiló su nuevo papel de estrella y se fue modelando en torno a dicho papel: patillas y melenas en la mejor tradición de los últimos años de los sesenta, media sonrisa en la mejor tradición de siempre. Fue de estos individuos que a base de aprender a querer el hecho inevitable de convivir con las cámaras, terminó consiguiendo que las cámaras le quisieran a él.
En aquellos años del gran despertar mediático del deporte, cuando nacieron fenómenos como Pelé, Muhammad Ali, Bobby Fischer o Mark Spitz, George Best se transformó en una cotizada figura publicitaria, una vedette en toda regla. Supo que el fútbol es, además de una competición, un espectáculo. Y pisaba el césped perfectamente consciente de que la gente esperaba ese espectáculo, sobre todo, de él. Y dio ese espectáculo, jugando siempre con aquel despliegue de trucos propios de pachanga callejera.
Le daba igual si estaba en la final de la Copa de Europa frente al poderoso Benfica -su mayor momento de gloria en lo que respecta al palmarés-, o jugando en el imposible patatal del Northampton Town, donde fue -¡cómo no!- el mejor sobre un campo que recordaba más bien a los solares de su infancia. Best hizo seis goles en un solo partido mientras el resto de jugadores se conformaban con intentar mantenerse en pie en aquel lodazal atroz. Los demás eran profesionales. Él era solo -y todavía- el regateador del barrio, a quien casualmente pagaban una fortuna por jugar. Pero en un patatal se sentía como en su casa.
Fama, dinero y alcohol
Detrás de la fama y de las cámaras vinieron, claro está, las mujeres y el dinero. Ninguna de las dos cosas es necesariamente perjudicial en grado extremo, si uno no deja que lo sean. Pero más adelante llegarían cosas más intrínsecamente peligrosas como el alcohol y el juego. Best, en la mejor tradición de la superestrella británica de extracción popular, defendía su nuevo y autodestructivo estilo de vida con atrevido sarcasmo. Los demás querían rescatarle de él no sabía muy bien qué, porque se lo estaba pasando en grande y se tomaba los intentos de hacerle entrar en cintura casi como un insulto.
Entre los varios negocios que abrió en aquellos años se encontraban algunos clubes nocturnos... y no era la clase de empresario que no va a probar su propio producto. Uno casi se admira cuando ve con qué desenvoltura fomentó su imagen de golfo en lugar de intentar disimular sus inclinaciones ante el público, algo que le ganó considerables simpatías y también le creó no pocos quebraderos de cabeza.
Como recordaba después el entonces entrenador del Manchester: «Tuvimos algunos problemas con el pequeño individuo, pero prefiero recordarlo como a un genio». Si la vida le ofrecía fiesta continua, George Best la aceptaba con los brazos abiertos. Fue una de las primeras estrellas mediáticas del fútbol y también una de las que con más ahínco exprimió las posibilidades de esta condición. En tres palabras: ¡cómo molaba Best! En la distancia, al menos.
Como sucede siempre en estos casos, resultaba difícil ver más allá del cromo. Hoy en día, la prensa deportiva psicoanaliza diariamente a cada estrella: «Fulano está triste», «Mengano no ha saludado a su entrenador», «Zutano tiene la boca más torcida que de costumbre». Pero en los tiempos de George Best todavía existía una barrera mística entre la estrella y el individuo de a pie.
Las estrellas como él podían beber hasta desfallecer y jugarse hasta las muelas de oro en un casino, que nunca caerían del cielo. La prensa hablaba continuamente sobre sus desmanes y sus desajustes disciplinarios, pero por entonces esa clase de asuntos eran una interesante novedad para el público. El único problema era que también Best era un individuo de a pie. Su madre era alcohólica y eso terminó matándola. Él fue alcohólico y eso terminó matándolo también. Había algo más dentro de él, algo complejo y doloroso detrás de la imagen de atractivo sinvergüenza, y el paso de las décadas hizo caer las capas de la cebolla ante nuestros ojos.
El irresistible golfo de mirada azul terminó convirtiéndose en el hombre pegado a una botella, incapaz de dejar de beber aun cuando sabía que precisamente de abandonar el alcohol dependía su vida. Seguía bromeando con su alcoholismo de manera irresponsable incluso con un trasplante de hígado a ojos vista.
¿Qué agujero negro había en su interior para impulsarle a autodestruirse de esa manera? Quién sabe, ¿acaso cada uno de nosotros podría decir lo que ocurre de verdad dentro de sí mismo?
Best no fue tan feliz como pretendió hacernos creer, y no siempre fue un individuo agradable. O eso dijo su esposa: «Cuando está borracho, George es el más deplorable, necio e ignorante pedazo de mierda que he visto jamás».
Best nunca dejó de mostrarse insolente, e incluso insultante, en sus declaraciones públicas. Ni siquiera puedo recordar todas las referencias sarcásticas que le hizo a Paul Gascoigne, conocido también por sus graves problemas de alcoholismo («Gascoigne no me llega ni a la suela de la botella»). A menudo despreció a posteriores estrellas del Manchester con comentarios irónicos en los que todos estaban siempre por debajo de él. Aún peor, llegó a ser detenido por asuntos más bien espinosos de violencia conyugal, o asalto a una menor, además de resistencia a la autoridad y otros actos violentos.
Pero el cabronazo, cuando abría la boca, tenía gracia.
Leyenda tras su adiós
Su carrera quizá no fue lo que pudo haber sido; en parte fue culpa suya, y en parte no. El hecho es que a los veintiséis años ya estaba en pleno declive. Tras nueve años de estrellato, aguantó -o lo aguantaron- un par de temporadas más en el Manchester.
Pero sus costumbres ya pasaban clara factura a su juego y terminó marchándose, inevitablemente. Después comenzó un periplo por equipos de lo más variopinto, liga estadounidense incluida, lo cual fue poco más que una excusa para continuar con su extravagante estilo de vida. Aquello de jugar en Estados Unidos era más bien como una prejubilación. Los seguidores del Manchester United, y el mundo del fútbol en general, consideraron a todos los efectos que Best estaba oficialmente retirado, como cuando Pelé se fue a jugar con el New York Cosmos.
Triste, sin duda, pero -para qué vamos a negarlo- fascinante al mismo tiempo. Con todas sus facetas oscuras a cuestas, hoy el aeropuerto de Belfast se llama como él: Aeropuerto George Best. Seguimos hablando sobre su figura y no dejaremos de hacerlo. Y todo ello por lo que era capaz de hacer con una pelota.
Desde luego, podrá decirse que el amor al fútbol es irracional. El amor a George Best también lo es. El amor, en realidad, es siempre irracional. Por eso todavía hablamos del pequeño George. Los aficionados al fútbol todavía vemos al futbolista, al mito, no al individuo de carne y hueso. Esa es la razón por la que nunca hemos dejado de quererlo. Es lo que tiene ser una leyenda.
«Yo fui quien sacó el fútbol de las páginas traseras de los periódicos y lo llevó a la primera página». A veces -solo a veces- tenías razón, George.