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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Hora de la lealtad

El día 29 sonará la hora de la lealtad. No hay en mí motivo alguno de adhesión a los dos grandes sindicatos estatales, protagonistas de una larga y triste debilidad frente al rocoso e inclemente mundo del dinero, pero sí parece claro que, convoque la huelga quien la convoque, el mantenimiento del paro en toda su intensidad determinará el futuro de los trabajadores durante muchos años. Si el día 29 la calle no es ocupada por los trabajadores, en paro o con trabajo, el porvenir de la ciudadanía popular española se convertirá en un camino doloroso y largo del que costará sangre y mucho tiempo regresar.

Los trabajadores que están en paro no pueden perder esa batalla porque en ella les va la existencia. Y los que trabajan han de evitar el peligroso servilismo de la colaboración con quienes harán de ellos unas tristes piezas de recambio cada vez más degradadas. Unos han de hacer patente su derecho a la vida y los otros han de proteger un porvenir que se les disolverá entre las manos en tiempo muy breve, ya que la destrucción del humanismo social es objetivo decidido. Estar trabajando o estar en paro es ya una condición meramente circunstancial en un mundo donde solo cuentan los manipuladores de la riqueza.

El subconsciente del Sr. Rajoy le ha traicionado en este sentido, al afirmar que las ásperas medidas de recorte salarial y de despido «no constituyen un problema de ideología sino de hacer lo que es necesario». ¿Es necesario para qué?

Resulta intelectual y moralmente escandaloso que lo «necesario» constituya el dogma del empresariado. Ciertamente, ¿no hay otra forma posible de organización económica que con la práctica de la justicia evite la destrucción de la vida? Usted, Sr. Rajoy, sabe que existe «esa» otra forma diferente a la neoliberal, que es para usted «lo necesario» -cínicamente lo «no» ideológico-, pero esa otra forma de resolver la crisis no se corresponde con la voluntad ideológica de la clase dominante. Porque lo manifiesto es que esto que nos sucede no es más que el fruto ideológico de una minoría anclada ya en el puro fascismo.

La organización de la vida es imposible sin dirigirla desde una ideología. La vida no es una ecuación neutra que se certifique a sí misma. Por tanto, si a los trabajadores se les arrebata su pensamiento social con estos juegos de manos de lo inevitable y eficaz siempre en poder del adversario ¿qué quedará de ellos sino unos jirones de humanidad muerta?

En pocas palabras, si los trabajadores que trabajan aceptan el sofisma de que no irán a la huelga porque han de defender de la única manera posible su trabajo, que es la manera capitalista, frente a los que salgan a la calle -se habla con absoluto descaro del derecho al trabajo de los que ya lo tienen, como si el trabajo no constituyera un bien común que no admite ser troceado- pronto padeceremos de modo universal la indignidad general de empleos inestables, trabajo con remuneraciones vergonzosas, tratos despreciables y dominación destructiva de toda dignidad. Porque eso es lo que se pretende.

En suma, un obrero de nuevo suburbial y empobrecido. Los beneficios ya no se calculan sobre la producción material de las empresas y su posible comercio, cada vez más problemáticos en un mundo rígidamente intervenido por clanes excluyentes y concentraciones de poder, sino en buena parte sobre el estrangulamiento del salario y, lo que viene a ser lo mismo, el aumento del tiempo de labor por idéntica paga.

Se trata en definitiva de recuperar esencialmente las posiciones más duras que las capas dirigentes perdieron desde que los trabajadores iniciaron su redención social en mayo de 1886, en Chicago. Ya que tanto se habla de los derechos de las víctimas en otros aspectos ¿no son de defender los derechos que nos legaron como herencia y envueltos en la ofrenda de sus vidas los mártires de aquella represión? Periko Solabarria, que es maestro en estos y otros básicos saberes, dice sin retórica que «o nos movemos o nos quedamos sin aquellas conquistas que costaron sangre, sudor y lágrimas». Sangre real, sudor efectivo, lágrimas que formarían ríos. A todo eso ¿hemos de responder con una deslealtad, además suicida, a los posibles huelguistas? ¿A tanto ha de llegar la sumisión de los asidos a un empleo sin horizonte?

Me niego a admitir que el ser humano haya quedado sin alma. Escribe Daniel Bensaïd que «la nueva sociedad que necesitamos debe inventarse sin manual de instrucciones, en la experiencia práctica de millones de hombres y de mujeres. Un programa de partido no ofrece a este propósito, decía Rosa Luxemburgo, más que grandes carteles indicando la dirección». Pues bien, una huelga general constituye el corazón de esa experiencia. Es una huelga en cuyo interior hay que buscar dos cosas: la recuperación de la fuerza ideológica por parte de las masas -sus valores colectivistas, porque la sociedad es un consciente y animado fenómeno colectivo o es, simplemente, un campo de concentración- y el enfrentamiento abierto contra aquellos que han pervertido las instituciones políticas hasta convertirlas en una propiedad perversa. Como ciudadano y como trabajador u obrero, que son sustancias gemelas -hay que pasar, según Negri, del obrero-masa, fuerza elemental, al obrero-social, fuerza crítica-, me nutriría de esperanza que «emergiera una concepción nueva del contrapoder directo... (para superar) la forma de represión que es el Estado de los partidos».

¿Es todo esto pura e inoperante teoría? El asunto de lo que se estima reticentemente como «teoría» o retórica cuando es opuesta al capitalismo hay que ponerlo en contraste con la respetada y abundante teoría de las capas dirigentes. Esas capas están repletas de teoría, de la que hablan con seriedad y devoción, ya que la maquillan de ciencia con sentido único hasta convertirla, como dice el Sr. Rajoy, en «lo necesario». Se trata, dicen, de una teoría confirmada por la experiencia que, además, es declarada irrebatible, pero callan que esa experiencia es una experiencia distorsionada. Es más, ocultan que los intentos de formas distintas de economía han sido ahogadas por su gran aparato financiero e institucional, cuando no por la violencia bélica para la que cuentan con medios sobrados.

En esta batalla que ahora se libra con una participación creciente de las clases populares hay que estar muy atentos al lenguaje. Por ejemplo, no se debe caer en la trampa que suponen frases como «hay que proteger la libertad de trabajo», con lo que amparan la dureza de la represión policial, o esta otra frase: «los piquetes serán impedidos» en nombre de esa misma libertad, cuando lo que no es lícito es yugular la libertad de propaganda directa ya que, además, es absolutamente necesaria en un marco social en que todos los medios de comunicación pertenecen al poder o a sus aliados.

Me apena que muchos trabajadores hayan aceptado el lenguaje destructor de las instituciones y de sus ocupantes quizá por creer que el poder establecido es más ilustrado y sensato que el poder de la calle. A estos extremos de subordinación y cobardía han llegado no pocos ciudadanos que creen en la validez de conceptos absolutamente huecos sobrevenidos desde la cumbre.

Uno de estos conceptos que manejan el gobierno y las organizaciones empresariales se refiere a una segura pérdida de imagen de España motivada por la huelga, lo que provocaría, dicen, una disminución del interés financiero internacional por la deuda española.

Como es evidente los grandes compradores de deuda, que son los que dominan el escenario, tejen sus operaciones con un tipo de hilo muy resistente a las impresiones epidérmicas. Lo que puede suceder es que los dirigentes españoles queden flotando en la nada al demostrarse que son nada.

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