Mikel INSAUSTI

Esa expresión tan conocida de “quien tuvo retuvo”, aplicada a un cineasta incombustible como Resnais pierde su sentido conservador para adquirir una dimensión desconcertante, porque pudiera ser que en el cuerpo cansado de este nonagenario se oculte el cerebro de un joven provocador. De lo contrario no se entiende que haya podido hacer una película tan fresca, tan nueva como “Las malas hierbas”, como si la “nouvelle vague” empezase mañana. Semejante desafío al paso del tiempo es posible gracias a la absoluta libertad creativa del anciano cineasta, que ya quisieran para si los realizadores debutantes de hoy en día. Con el enorme bagaje artístico y filosófico que tiene a sus espaldas, se permite el lujo de hacer lo que le viene en gana, convencido de que su obra ya no se va a resentir por ello. El hecho de que en Cannes premiaran a toda su trayectoria en el 2009, lejos de presionarle, parece liberarle de cualquier responsabilidad, habiendo encontrado en “Las malas hierbas” la válvula de escape ideal.

Sí que “Las malas hierbas” es una historia de amor “fou” como las que se filmaban en torno al Mayo del 68, pero resulta bien diferente, al contar con toques surrealistas dignos de Buñuel o incluso de Lynch. Su mayor virtud frente a cualquier referente imaginable es la de convertir la experimentación en un juego, y así los recursos formales resultan tan extraños como caprichosos, una vez incorporados a la comedia de la vida. El vuelo suspendido de los objetos o los planos cenitales recrean el espíritu de la novela original en la que Christian Gailly vuelca su fascinación por la aviación a la manera de un sueño de infancia, extensible al vestuario de Sábine Azema inspirado en “El Principito” de Saint-Exupéry y a la elección cinéfila de André Dussollier por la cinta bélica “Los puentes de Toko-Ri”. Pero lo más sorprendente es el uso y abuso consciente de la voz en off, que se revela contra su rol establecido y campa a sus anchas por la película, junto con el rótulo de “fin”.