Es muy fácil pasarle la mano sobre el hombro al pobre currela de turno y llamarle esquirol. Eso sí, sin acritud, de buen rollito. Claro que uno no tiene por qué saber que ese currela ya tiene un pie en la lista de candidatos a hacer cola en Lanbide, que en su pequeña empresa los sindicatos ni están ni se les espera y que cualquier conato de insurrección por su parte será «debidamente recompensada».

Es muy fácil ponerse un casco, agarrar una porra y un escudo y partirle la boca a alguien. Pero luego que no se esfuercen en pedir solidaridad en sus conflictos laborales, cuando lo que el cuerpo pide es que les paguen con la misma moneda.

Es muy fácil obligar al autónomo de turno a que baje la persiana, cuando en realidad nadie va a pelear por sus derechos y sabe que al día siguiente sus potenciales clientes van a preferir gastarse su dinerito en ese gran centro comercial ante el que la víspera arrojaban panfletos mientras coreaban consignas con un megáfono.

Es muy fácil sacarse de la manga lemas del todo a cien, como que hay que trabajar para levantar el país. Con el riñón bien cubierto y el puchero garantizado cualquiera puede permitirse el lujo de ser así de pomposo. Pese al amplio abanico de perversiones del ser humano, se antoja complicado que hacer huelga y palmar pasta sea uno de sus vicios favoritos. Eso sin mencionar a todas esas personas que ayer no fueron a trabajar pero que hoy tampoco podrán hacerlo. Ni mañana, ni pasado mañana, ni el lunes...

Es muy fácil meter en el mismo saco a todos los empresarios (que son unos explotadores amantes de la esclavitud), a todos los representantes sindicales (que son unos parásitos que viven de las subvenciones) y a todos los trabajadores (que son unos vagos cuyo único objetivo es cogerse la baja, por eso sueñan con ser todos funcionarios).

Y sobre todo es muy fácil quedarse aquí sentado, ante la pantalla del ordenador, y ponerle por escrito a todo el mundo qué es lo que tiene que hacer.