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Iñaki Egaña | Historiador

Los olvidados

La muerte de Luxiano Eizagirre en Cuba nos ha trasladado a otras épocas que recordamos con dificultad. Una nueva generación de vascos, algunos de los cuales han pasado incluso por prisión o se encuentran en ella, no había siquiera nacido cuando ocurrieron los hechos que llevaron a Luxiano al exilio. Las formas fueron excepcionales.

Recordamos con mayor cercanía, sin embargo, que en aquella misma época, en la que Ramón Jáuregui era el delegado del Gobierno en Vascongadas, el GAL ejerció de escaparate a las medidas excepcionales que, entre otras, dispersaron por el mundo a medio centenar de detenidos en Francia. Llamaron deportación a una de las patas de este entramado diseñado por Madrid y París. Seguro que con el conocimiento de Washington.

Decenas de vascos fueron deportados en sucesivas oleadas a Panamá, Ecuador, República Dominicana, Togo, Sao Tomé, Cuba, Argelia, Gabón y Cabo Verde. La escalada contra los exiliados fue histórica y tengo la convicción que en más de una escuela de ciencias políticas se estudia cómo se engrasaron tantos frentes en tan poco tiempo. Millones de euros (dólares en la época) que salieron de los fondos reservados, pero también de los presupuestos anuales del Estado publicados con detalle en boletines oficiales, auxiliaron a la ofensiva: tanques, aviones, cultivos, ayudas al desarrollo, coches policiales, autobuses...

El exiliado que era detectado en suelo francés hace cerca de 30 años entraba en un bombo, como los que albergan números de lotería. Muy pocos «expertos», tanto franceses como españoles, decidían con toda la subjetividad imaginable, el destino del exiliado localizado: objeto de atentado paramilitar, prisión, extradición, confinamiento o deportación. ¿Razones para un destino u otro? Las mismas que Franco para firmar unas penas de muerte y rechazar otras, los apuntes al lado del nombre respectivo que, a lápiz, había hecho un funcionario militar o policial. Jamás se conocerán.

A Luxiano le tocó, en esa macabra lotería, la llamada deportación. Nombre inventado por los medios de comunicación filtrados por los ministerios respectivos de Interior. En 1977 una expulsión similar, esta vez con presos y no con exiliados, fue titulada con una extraña palabra: extrañamiento. Los de 1984 supieron de su destino unos días antes de hacerse oficial, por las vacunas que recibieron en la prisión de Fresnes, en medio de una huelga de hambre para protestar por su detención y amenaza de expulsión.

El concepto de deportación de los vascos tomó carta, quizás, por el modelo francés que expulsaba de Europa a su disidencia, tanto en la metrópoli como en las colonias. Francia tiene una historia de terror poco valorada. Recordamos a Hitler o Stalin como sanguinarios líderes políticos y olvidamos a otros cuyos nombres, franceses por cierto, como Thiers o Gambetta, inundan los rótulos de las calles del país vecino.

En el siglo XIX decenas de miles de disidentes franceses internos fueron deportados en jaulas para monos hacia destinos difusos en el mapa, Guayana en América, Nueva Caledonia en Oceanía. Cuando a fines del mismo siglo se produjeron los primeros levantamientos independentistas en Cabilia (hoy Argelia), los franceses deportaron a los insurrectos a Noumea, desde la isla de Ré, hoy destino también de presos vascos.

Aquel fue el modelo. Cuando Louise Michele, revolucionaria de la Comuna de París, llegó a Nueva Caledonia en 1873, su descripción fue sombría: «apartados de Francia, el futuro, si no luchamos, desaparecerá. Para nosotros y para las generaciones siguientes. En los confines del mundo, somos sombra de nuestra sombra, olvidados a perpetuidad».

Luxiano Eizagirre llegó a Togo, expulsado desde París, en setiembre de 1984. Su reflexión se parecía, a pesar de los cien años de por medio y a los miles de kilómetros de distancia entre los escenarios, a la de la comunera Louise Michele: «Desde que llegamos a Togo estamos literalmente secuestrados. No tenemos ninguna pieza de identidad. Aquí no se nos reconoce ni como refugiados, ni como deportados y el ministro de Información de Togo ha llegado a decir en la televisión francesa que nosotros ni existimos. Vivimos sin saber qué sucederá mañana».

Los cuatro de Togo llevaban 45 días en huelga de hambre en Fresnes, para protestar por su situación. Fueron expulsados en helicóptero y trasladados a la base militar de Ville Coubleay donde un avión los arrastró a Lomé: Luxiano, Gotzon Castrillo, Xabier Alberdi y José Miguel Galdós. En la capital de Togo fueron llevados a un centro de salud y posteriormente encerrados en una vivienda de la capital. Estuvieron vigilados constantemente por fuerzas militares. Su situación durante 7 años fue durísima. Lomé en 1984 fue peor aún que Noumea en 1873.

La elección de Togo como destino fue un asunto exclusivamente francés. España no tenía embajada en Lomé, aunque su dictador Gnassinbe Eyadema había visitado poco antes la División Acorazada Brunete, la misma que amagó junto a Tejero con degollar a los separatistas en aquel 23F. Eyadema fue el presidente africano con más años en el poder, 38. Murió en 2005 y su hijo dio un golpe de Estado. Del gusto de Francia.

En febrero de 1989, falleció uno de los cuatro deportados, Francisco Javier Alberdi, de un ataque al corazón. La situación del país se fue complicando, al borde de la guerra civil, y el Gobierno francés decidió sacar a los deportados del país africano y llevarlos al continente europeo. Hizo una excepción con Luxiano que fue trasladado a Cuba.

El calendario siguió inexorable y las reflexiones sobre la deportación fueron difuminándose, como las mañanas sombrías de Lomé, Sao Tomé o Panamá. Un documental, un libro, unas memorias... fragmentos de fragmentos, historias olvidadas en la lejanía del frente, vidas apagadas como las de José Mari Larretxea, Ascencio Urrate, Endika Iztueta, Juanra Aranburu, Ángel Mari Lete, Juan Miguel Bardesi... Luxiano.

Han pasado tantos años, hemos acumulado tantas injusticias, que en alguna ocasión llegamos a pensar, equivocadamente, que la deportación era «un mal menor». Vicente Amezaga huyó en 1939 y fue capaz de expresar en algunas líneas la angustia del deportado, la cita de la misma manera que la espera del preso. Esa visita que llegaba hasta tierras lejanas de vez en cuando: «Les pregunto por mí, en una palabra. Porque yo estoy allí, y hasta que allí vuelva, no me encontraré».

No hay dulzura, no hay poesía, no hay siquiera épica en el exilio. Solo silencio, más aún si el recorrido vital pasa por la clandestinidad. Lo dijo con destreza uno de ellos, Joseba Sarrionandia. Los exiliados, los antiguos deportados son «amigos congelados», a la espera de una vuelta que, por momentos, ha parecido casi imposible.

Telesforo Monzón escribió desde el destierro, desde México, aquella emotiva narración del exilio «Urrundik». ¿Para qué?, el exilio se preguntaba Monzón. Zergatik eta zertarako. Llevas con orgullo tus apellidos y allí, decía en euskara, has dejado a los tuyos, a tu familia. Euskal gogoaren amaiera ikusi ez zeraten. Euskal gudariak!

Luis Cernuda nos cantaba que «El destierro y la muerte para mí están adonde no estés tú. ¿Y mi vida? Dime, mi vida, ¿qué es, si no eres tú?». Quizás suene hueco, quizás lejano, nada poético cuando nos enfrentamos a la muerte, al olvido que tiene poco precisamente de poesía.

Pero en esta esperanza, en este sentimiento casi religioso y atávico de arropar a los nuestros, está nuestra fortaleza. Si los olvidamos perderemos nuestro patrimonio colectivo, como aquellos desgraciados deportados de Cabilia a Noumea, reliquia curiosa de cementerio. Si los integramos... no sé si ganaremos. Expresión inexistente. Pero creo que al menos mantendremos ese espíritu de rebeldía que nos ha hecho llegar hasta donde estamos.

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