Sabin Arana Bilbao (*) Miembro de Goldatu
«La Ertzaintza somos todos»... menos uno, al menos yo
Dos ertzainas del grupo que cargó y mató a Iñigo Cabacas declararon que «no son asesinos» y que «solo cumplían órdenes»; el autor niega la mayor y refuta la máxima que da título a este artículo. Sitúa el meollo en una cuestión estructural, que viene desde la guerra y que los «responsables de la Transición» homologaron. Repasa ejemplos de impunidad y privilegio en la Policía y la Guardia Civil, la judicatura... No se considera «igual a los ertzainas» y aboga por combatir toda «práctica atentatoria» contra la libertad y la integridad de los ciudadanos.
Recién llegado a Buenos Aires para personarme en la querella contra los crímenes del franquismo y sus artífices, que lleva adelante una juez de este país, he hecho un recorrido por la prensa digital y me he encontrado con el lamento de dos ertzainas del grupo que cargó y mató a Iñaki Cabacas, repitiendo una y otra vez que no son «asesinos» y que solo «cumplen órdenes».
Influido por el motivo del viaje, que ya me había abierto el baúl de las pesadillas, las palabras de esos dos «trabajadores de la porra» (esta vez las comillas son mías) me hicieron recordar una «película» que se «filmó» en marzo de 1968, en Gasteiz, en la que los policías que estaban torturando a un detenido, en los descansos que se tomaban gustaban de filosofar ante él afirmando, tranquilos, que ellos no eran asesinos, ni tan siquiera torturadores, sino unos funcionarios que cumplían con su deber y con las órdenes recibidas de hacerle cantar costase lo que costase. Solían decir también que los policías siempre habían existido, que eran necesarios en cualquier régimen y que, cuando el franquismo pasase, seguirían al servicio del siguiente gobierno, «aunque fuese del PSOE o del PCE».
Aquel pobre guiñapo humano, que a duras penas podía mantener a salvo el cajón de los secretos de la clandestinidad en la que había estado inmerso, pensaba en su interior que eso no sería así, que cuando el régimen cayese se llevaría con él al infierno a todos los que lo apuntalaban día a día con sus leyes, sus millones, sus cruzadas, sus condenas, sus torturas, sus mentiras... Pensaba que surgiría algo nuevo, limpio, que se basase en el respeto y la solidaridad humanos, de las mujeres y de los hombres, de las naciones y de los pueblos, del mundo del trabajo.
El final de esa película no tiene demasiada importancia, es el de otros cientos, miles, de «películas» que se «filmaron» durante aquellos años oscuros de la guerra, la posguerra, el tardofranquismo, la transición y lo que todo ello nos ha dejado, que se resume muy bien en esos «no somos asesinos», «solo cumplimos órdenes».
Los artífices de la transición (algún día espero que sean definidos como los «responsables de la transición») y sus corifeos siguen proclamando urbi et orbi que la transición española fue modélica. ¡Y lo trágico es que no podemos menos que reconocer que fue así!... pero para ellos. En efecto, resultó modélica, en primer lugar, para los jerifaltes del régimen franquista: Juan Carlos, los ministros y demás altos cargos de sus gobiernos, los militares que le mantuvieron en el poder durante cuarenta años... todos ellos pasaban a la categoría de «homologables a la democracia» por la graciosa decisión de los, así autoproclamados, principales representantes del pueblo: los Carrillo, González, Arzalluz...
Cómo no, fue modélica también para la judicatura, que pasó de franquista a demócrata con la única gabela de algún que otro cambio de nombre y de destino (TOP versus Audiencia Nacional, por ejemplo). No menos modélica resultó para la policía y la Guardia Civil, plagadas de asesinos y torturadores, que también iban a pasar la prueba del algodón democrático con algún traslado que otro de los personajes más significados en dichas prácticas. ¡Y qué decir de la oligarquía financiera e industrial, o de la agraria! Su sistema capitalista salió incólume, reforzado en su nivel de aceptación social en vez de deslegitimado, porque los grandes políticos y sindicalistas así lo quisieron. O para la Iglesia Católica Romana que, brazo fascista en alto, arropó la rebelión militar-fascista con el título de «cruzada» y paseó al dictador bajo palio hasta su muerte. Esta institución golpista, que intrigó descaradamente contra la República, saldría de la Transición con todo su poder económico e ideológico intactos y con los viejos privilegios puestos al día: la exención de pagar impuestos, las subvenciones de las diferentes administraciones, la capacidad y potestad de intervenir en la esfera política de la sociedad, etc.
Pero para los protagonistas anónimos de esas películas recordadas, para los descendientes de los trabajadores y trabajadoras republicanas que vieron un rayo de luz en 1931 y creyeron en la posibilidad de un mundo mejor y más justo, la Transición significó la gran frustración de todas sus aspiraciones. ¿Quién, al margen de los que han tocado «poltrona», es capaz de creerse el cuento chino de la transición modélica? ¿Quién no ve en esta crisis la omnipotencia que en la Transición se le dio a la banca, al mercado, al dinero en definitiva? ¿Quién no ve en el cierre de periódicos y radios sin juicio, en la criminalización de opciones políticas y juveniles, en la persecución de la solidaridad con los presos políticos, en el enjuiciamiento de actitudes de diálogo (Ibarretxe, Otegi, Díaz Usabiaga...) las consecuencias de aquella transición?
Yo, al menos, sí lo veo. En este Estado no ha habido Reconciliación. Y no la ha habido porque sólo puede haber reconciliación entre iguales, y no lo somos ni lo queremos ser, aunque sea por diferentes motivos: No soy igual a los explotadores sino a los explotados. No soy igual a los obispos que defienden eternos privilegios sino a quienes luchan contra todo oscurantismo. No soy igual a los que condenan todo lo que huela a independentismo porque «el terrorismo defiende lo mismo», sino a los que sufren por esa legítima opción. No soy igual a los que, a toque de silbato jerárquico son capaces de disparar pelotas o lo que sea, y de golpear con saña vesánica a quienes tengan delante, yo estoy entre los apaleados. No, no soy igual a vosotros, los ertzainas, como no lo soy de los «civiles», o los «grises», o los «gestapo», o los «stasy»... ¡No, la Ertzantza no somos todos, a pesar de lo que quieran hacernos tragar en sus manifestaciones auto-exculpatorias.
Cuando nos hemos animado a venir hasta Buenos Aires para denunciar la impunidad del franquismo y la «ley de punto final» de 1977 que dictaron llamándola «Ley de Amnistía», lo hemos hecho no solo para exigir responsabilidades a quienes apoyaron y favorecieron aquella infamia, sino también para combatir y eliminar todo resto continuista en leyes, administraciones, ejércitos, policías... y para denunciar toda práctica atentatoria contra la libertad y la integridad de los ciudadanos, sea cual sea el color del uniforme de las fuerzas represivas que la practiquen.
(*) Suscriben asimismo este artículo Manuel Blanco Chivite, Chato Galante y Josu Ibargutxi, miembros de La Comuna y de Goldatu, querellantes contra el franquismo en la Argentina