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Patxi Zabaleta | (XIII) Pruebas de cargo de la conquista de Navarra. Prueba de cargo de reconocimiento del terreno

El desmantelamiento de los castillos y los testamentos de «los Austrias»

En 1516, poco antes de morir, el Cardenal Cisneros tomó la decisión de destruir todos los castillos y fortalezas de Navarra. Los castillos eran hasta el advenimiento del uso militar de la pólvora los tanques de hoy, es decir, los acorazados militares de la Edad Media. El desmantelamiento se inició de inmediato y fue acelerado en 1522, después de que la fortaleza de Amaiur fuese reconquistada por tercera vez y mantenida durante un año por los leales navarros.

Decía el agudo historiador Martín Larraoitz que probablemente solo había un castillo de Navarra que no hubiera sido destruido por los castellanos nunca. Se refería a la pequeña fortaleza de San Vicente de la Sonsierra, actualmente en jurisdicción de la Rioja, pero que hasta entrado el siglo XX se llamó San Vicente de la Sonsierra de Navarra.
Todos los demás castillos y fortalezas, incluidos los de la sexta merindad, Xuberoa, etc. fueron alguna vez destruidos por Castilla.

Ya he comentado en otro momento que los viejos abertzales de Navarra, los verdaderos y auténticos navarristas de los siglos XVIII, XIX y XX, sentían un odio al Cardenal Cisneros muy superior a cualquier otro. La destrucción sistemática de los castillos fue decretada para impedir que en el supuesto de reconquista se pudiera consolidar un poder militar propio sobre el territorio. Era ya el de aquellos auténticos navarristas un pensamiento romántico y obsoleto, porque la pólvora ya había acabado con las brujas, los genios de la noche y el poder de los castillos.

Cisneros, que  había considerado la conquista de Navarra tan necesaria y justificada –desde su visión imperialista de la religión– como las de Orán y Trípoli, en las que intervino y financió, o como las de Canarias, Nápoles y América, que alentó y promovió, nunca se arrepintió de las agresiones conquistadoras. Quizá también por ello era Cisneros tan odiado, como recuerda el hecho paradógico de quienes para criticar a Franco decían aquello de que «se hace llevar bajo palio».

En cambio, a los soberanos Austrias les quedó siempre –no en la práctica, pero sí en la teoría– una especie de remordimiento vital. El emperador Carlos I, como  hijo de Juana la Loca, fue el que acabó militarmente la conquista y además de sus vicisitudes diplomáticas, sus intentos de arreglos matrimoniales, sus indultos, etc., dictó en su testamento un mandato para su hijo Felipe II encargándole que arreglase el tema de Navarra. Algo así como si estuviese arrepentido. Juana, la mal llamada La Loca, no pudo la pobre ni siquiera hacer testamento, y si lo hizo se lo habrían quemado.

Felipe II, por un  lado, fortificó Iruñea, porque a él se debe la ciudadela de Pamplona, igual que la de Jaca o la de Cartagena de Indias, hoy Colombia. Pero en su testamento volvió a repetir y pasar el ruego a su hijo.

La historia tenía un precedente muy curioso y es que Alfonso VIII, que amputó territorialmente Navarra en 1200, también había efectuado un encargo análogo al sentirse morir en 1204… pero se curó y se olvidó de su arrepentimiento.

Cisneros no; Cisneros dejó los montes y las cornisas de Navarra pelados de castillos y fortalezas, para que no pudieran volver a servir de arraigo al poder militar navarro.

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