El primer y único debate de la segunda vuelta de las presidenciales francesas fue masivamente seguido por millones de ciudadanos. Como dicta la regla en estos casos, cada candidato y sus seguidores cantaron victoria. Hollande, en general firme y calmado, usó la oportunidad para autorretratarse como el presidente del cambio de «políticas, métodos e incluso de concepción de la República», aunque apenas especificó sus fórmulas. Sarkozy, por su parte, ofreció un perfil más tenaz, el de un político veterano en el que, a ratos, la impaciencia o la ira le brillan en sus ojos. Fijó su posición con el mensaje de que en tiempo de tormentas nunca se cambia de capitán. Su necesidad de pescar votos en las filas de la extrema derecha, entre los centristas y, además, de dividir el «bloque de izquierda» -que sin mucha ilusión y como mal menor- se dispone a votar por el candidato socialista, hizo que se mostrara desafiante, que buscara más las debilidades del contrincante que el incidir en sus propias virtudes.

Sin un ganador claro y con todas las encuestas dándole como favorito con una diferencia de entre 6 y 8 puntos, Hollande pasó con nota, codeándose de tú a tú con un Sarkozy que perdió su oportunidad para pasarle por encima. Con todo, el debate no resultó determinante de cara al resultado final. A dos días de las elecciones, las espadas siguen en todo lo alto.