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El drama de los refugiados sirios en Turquía

Llevan meses lejos de sus hogares en un estado de indefensión, desarraigo y de cierta confusión. Miles de refugiados sirios siguen varados en territorio turco, pese a que el plan de paz de la ONU entró en vigor oficialmente el 10 de abril.
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Karen MARON

Lejos de las decisiones políticas de alto nivel, estas mujeres, hombres y niños que huyeron desesperadamente de sus casas no figuran en la práctica en la agenda de las hipotéticas soluciones. Instalados en carpas facilitadas por la Media Luna Roja turca, el hacinamiento y la precariedad son parte de su día a día en estos refugios, donde han tenido que hacer frente a un invierno muy frío y húmedo y, sobre todo, peligroso.

Al menos una persona murió y otras cinco -entre ellas una enfermera turca- resultaron heridas en el campamento de Kilis cuando un grupo de soldados disparó desde territorio sirio antes de que comenzara la frágil tregua que no se respeta sobre el terreno.

El Ejército de Bashar al-Assad trató de impedir a tiros que un grupo de ciudadanos sirios cruzase la frontera y cuando los refugiados salieron a ayudar a los heridos, los soldados dispararon. Las balas impactaron hasta en las precarias viviendas.

El campo de refugiados de Kilis está colindante al paso fronterizo de Oncupinar, separado de Siria por apenas unos metros. Al otro lado de la frontera está la ciudad de Azaz, una de las más castigadas por los combates entre el Ejército sirio y los insurgentes.

Es aquí donde la mayoría de los jóvenes dice querer ayudar al Ejército Libre de Siria y regresar a través de la frontera para unirse a los insurgentes. Estos esfuerzos no siempre son exitosos.

En Kilis, los testimonios son perturbadores. Un hombre que prefiere no revelar su identidad rememora cómo un grupo de jóvenes fue traicionado por vecinos del pueblo donde se alojaban. Se niega a especificar el lugar. Las fuerzas del Gobierno se trasladaron por la noche y bombardearon el galpón donde estaban durmiendo. Todos murieron.

Los heridos llegan por centenares desde diferentes localidades de Siria. Temen que si se los trasladan a un hospital sean detenidos. Así, es ya habitual ver a familiares y extraños transportar a pacientes a través del maltrecho paisaje de la guerra.

También hay redes de voluntarios que cuidan de los heridos. Las personas en estado más grave son llevadas a hospitales turcos que, según las autoridades sanitarias, a diario atienden a más de 50 ciudadanos sirios.

Pero también existen clínicas improvisadas, ocultas dentro de los edificios residenciales en la capital provincial de Antioquía. Allí se almacenan y ordenan las donaciones de medicamentos con la esperanza de poder enviarlos a los combatientes en la frontera.

En medio de estas construcciones desvencijadas, se respira el temor constante de que los informantes de los mukhabarat sirios -la Agencia de Inteligencia Nacional que se infiltra en los campamentos- delate a los activistas que colaboran con los refugiados y a integrantes del Ejército Libre Sirio que se encuentran aquí.

Viejas embarcaciones de madera llevan meses transportando a miles de personas a Turquía cada noche a través del río y a lo largo de la frontera. El número de exiliados ha seguido creciendo, colmando los campamentos y pueblos fronterizos. Miles de personas han entrado en la región sin registrarse ante las autoridades.

Arref, de 26 años, es uno de los integrantes de un grupo de cinco amigos cuya tarea es guiar a los refugiados a través de la frontera. «Día tras día, esto se ha ido complicando cada vez más porque no hemos podido sacar a más gente y en estos campos se vive en peores condiciones que los animales», señala.

Cerca de ahí, Saleh observa desde una colina las aldeas de Siria. Afirma que está preparado para entrar, de nuevo, en territorio sirio y filmar la destrucción que causó el Ejército en su ciudad. Sus padres se negaron a dejarla. «Mi padre me dijo que prefería que los mataran en Siria a morir en Turquía», afirma.

Uno de los hombres que sí huyó lo hizo después de ser arrestado por secundar una protesta. Durante ocho días fue golpeado por soldados gubernamentales, que le rompieron las muñecas y las piernas.

«Es intolerable», denuncia desde su cama en un hospital local, mientras recuerda los castigos a los que fueron sometidos otros prisioneros. «Pero nunca hubiera delatado a un amigo ni firmado ningún papel admitiendo algo que no he hecho», remarca.

Un piso más abajo, un joven de 20 años que desertó del Ejército se recupera de las heridas de bala que, según cuenta, le causaron su comandante y un francotirador cuando se negó a disparar contra un manifestante.

Algunos de los heridos han conseguido llegar a los campamentos de refugiados en la región, que se han convertido en nidos de desesperación. «Nunca creímos que esto podría sucedernos a nosotros», admite un hombre llamado Adnan de Jisr al-Shoughour, sentado en una tienda de uno de los campos de refugiados. «Dos de los hijos de mi hermana han muerto», dice bajando el tono de voz.

Pese a que el campo de Kilis tiene capacidad para acoger a unos 20.000 refugiados, a finales de marzo todavía no disponía de luz ni agua corriente, situación que provocó varias protestas por parte de los refugiados sirios, considerados «huéspedes» en Turquía.

Pero es en el campamento de Apaydin donde la presencia del Ejército Sirio Libre genera mayores suspicacias. Aquí reside su líder y fundador, el coronel Riad al-Asaad. Aunque Ankara prohíbe a los insurgentes portar armas en suelo turco, les permite utilizar su territorio como retaguardia.

Desde el inicio del conflicto, el Gobierno turco aseguró que la llegada masiva de refugiados a su territorio sería «la línea roja» que desencadenaría una intervención en territorio sirio.

Mientras miles de sirios esperan regresar a sus hogares, la paz real y duradera parece lejana. Según la agencia libanesa UKI, cerca de 3.000 personas armadas -algunas de ellas supuestamente vinculadas a Al-Qaeda- habrían llegado al campamento de Karbeyaz, en la provincia de Hatay, para entrar en Siria.

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