Aitxus Iñarra Profesora de la UPV/EHU
Viaje a ningún lugar
«Se habla más de cambio que de utopía», afirma la autora, que defiende la necesidad de imaginar un lugar inexistente, de situarse en un viaje a ninguna parte. En esta época de tribulación y desasosiego, que desaloja la posibilidad de cualquier opción diferente, apuesta por la utopía, no como paraíso o lugar perfecto, sino propuesta común de deseo y necesidad de transformar la humanidad y el orden social. Aborda los discursos y argumentos aparentemente utópicos de la tecnociencia, a la que reconoce la virtualidad de acoger un número de posibilidades muy superiores a la intención de sus definidores. Y, por ello, apuesta por emprender el viaje que «diluya la última frontera»
Tal vez ahora se diluya la última frontera, ese lugar donde prosiguen con sus disputas los que han sido adiestrados en las representaciones instituidas de lo posible. ¡Cuánta soledad en lo conocido! Soñar con el futuro como un tiempo de deseo y acción, imaginar un lugar inexistente, pero posible, es hoy poco frecuente. Se habla más de cambio que de utopía. Un motivo por el que algunos, pocos generalmente, se han visto impulsados por un movimiento apasionado que ha suscitado la acción, a veces generosa y heroica, otras desequilibrada y paradójica. Una acción que ha buscado errónea o acertadamente otros modos de vida, un nuevo orden social; una educación, economía o ética menos alienadoras; una manera, en definitiva, distinta de vivir y comprendernos.
La utopía nos invita a imaginar mundos diferentes. En un viaje a un lugar fuera de los mapas, como indica el sentido de la misma palabra. Se juega con lo real y lo imaginario, lo que es y lo que se desea que se haga real. Algo que sacuda la resignación o la aparente inmutabilidad del orden que aliena. Así, cuando la imaginación y la creación se sitúan frente al dominio del poder, colaboran conjuntamente proponiendo otra alternativa, una meta que intenta descolonizar la negación de la dignidad humana. Aunque, evidentemente hay utopías que rivalizan aparentemente con el orden existente, pero resultan ser finalmente una versión del mismo, incluso a veces, peor que el existente.
La utopía unas veces se ha manifestado como un paraíso, un lugar perfecto. Situada en un tiempo mítico, de algo que existió como es, en la cultura judeocristiana, el paraíso del Edén, un paraíso que dejó de serlo para que naciera el mundo. Sobre ella se ha escrito y no poco: las utopías renacentistas de T. Moro, F. Bacon o T. Campanella, u otras, más tardías, como la propuesta del falansterio de Ch. Fourier que suponía la abolición de la familia y en su lugar la creación de comunidades pequeñas o phalanges.
La historia de las utopías es recurrente. Una sucesión de propuestas que tienen en común el deseo y la necesidad de transformar la humanidad, el orden social y el ser humano. La fuerza evocadora de la utopía, esa idea y sentir de un nuevo mundo, diferente y posible, es el objeto que podrá transformarse en acontecimiento, es decir, en conocimiento, acción y vivencia grupal. No puede extrañar que en todo tiempo y, desde luego, en el actual abunden quienes tachan a la utopía de irrealizable. En esta época de tribulación y desasosiego asistimos a un pragmatismo aceptador sustentado en el reiterado dicho «es lo que hay», que escuchamos en las conversaciones cotidianas y que desaloja la posibilidad de cualquier opción diferente.
Sin embargo, en la sociedad contractual que vivimos no todo es resignación, pues también se aboga por reivindicar derechos que se están perdiendo. Estos, a diferencia de la dignidad humana, no se toman como algo consustancial al ser humano pues se pierden o adquieren en función de los que gobiernan. Por esta razón experimentamos que no hay un orden justo, ni que lo conseguido se estabilice. Por otra parte, tampoco existe una propuesta con el poder transformador necesario que suscite otras formas de sentir y de vivir. Quizás porque el juego actual de la lucha política resulta insuficiente para que pueda emerger con fuerza un cambio profundo.
Hoy discurren otro tipo de discursos, otros argumentos, aparentemente utópicos, que nos hablan de un mundo cada vez más planificado y controlado por la tecnociencia. Pero se trata más de una impostura, o para ser más exactos se asemeja a una distopia, un proceso de mistificación que habla de los portentosos cambios que nos van a deparar una vida mejor. Los expertos, los alquimistas de la nueva libertad, hablan apasionadamente sobre cómo modelar y planificar el futuro desde la ingeniería social.
La nueva racionalidad del mundo moderno es alumbrada, en este caso, desde los implacables modelos que codiciosamente imponen la versión instituida del capitalismo, anegando los distintos ámbitos de la vida social. Digamos que lo que hay es una denominación por parte del poder instituido, poseedor de la capacidad de nombrar, definir y producir determinadas realidades. Así se alude reiteradamente a la abundancia que nos proveerá la tecnociencia, pero no se profundiza ni en los efectos sociales que ocasionará, ni en los usos que propiciará, ni se extiende en los beneficios que acarreará a toda la comunidad humana, más allá de sus elites.
El nuevo discurso emancipador que se hace de la tecnología, se realiza sin plantear o cuestionar las implicaciones de esta sobre la vida, la naturaleza, la igualdad y la diversidad, o de qué manera afecta a las necesidades del individuo y de la sociedad. Es por esta razón que este modo de argumentar sobre la tecnociencia se convierte en una propuesta falaz de transformación liberadora.
Por eso la pregunta que debemos hacer a sus prestigiosos y omnipresentes divulgadores es si los discursos sobre la tecnología, tan bien integrados en la urdimbre de los distintos discursos ideológicos, constituyen una herramienta que ayuda a un cambio de percepción liberadora con respecto a la autoconciencia del individuo. Si fractura la división tajante, la segregación propia de la ideología del individualismo en pro de la cooperación y convivencia de un nosotros. O qué tipo de conectividad posibilita con el otro: si facilita una relación que confluye en la convivencia con el otro como un tú cercano o, por el contrario, como un él abstracto y colonizado por los intereses arbitrarios de quien lo categoriza.
El discurso y la utilización de la tecnociencia están condicionados por la ideología de la mecanización del mercado, es decir, por un propósito dirigido a la producción del máximo rendimiento y logro. Esta mentalidad se proyecta del individuo a la tecnología retroalimentándose continuadamente. La idolización de la tecnología que proviene del discurso del utopista tecnocientífico, afirma su efecto liberador, pero guarda silencio sobre el tipo de usos que posibilita, su finalidad, sus destinatarios...
Así por ejemplo, la máquina computerizada, reflejo de la era de la especialización, ha llegado en ocasiones, a ser más inteligente o hábil que el propio ser humano experto en la tarea que le toca desempeñar. Es el caso de «Hal», el computador de inteligencia artificial, una réplica del ser humano, en «2001, una odisea en el espacio», de A. C. Clarke. «Hal», al igual que el ser humano posee los elementos propios de este: la capacidad de conocimiento, la yoidad y la autoconciencia. Pero el computador acaba reproduciendo también los rasgos destructivos del humano: el miedo, la violencia psicopática, la sospecha. Esto sucede a costa de la tripulación o, si llegara el caso, del resto de sus congéneres máquinas.
Aunque es evidente que la tecnología, como otros tantos inventos, es una creación humana que tiene la virtualidad, al igual que el futuro, de acoger un número de posibilidades muy superiores a las pocas presentes en la intención de su definidor. Por esta razón lo que realmente resulta determinante es situarse ahora en un viaje a ninguna parte, para alentar a diluir la última frontera, fracturando la distancia entre lo que se desea y lo que realmente es.