Antonio Alvarez-Solís Periodista
La sostenibilidad del sistema
La cada vez más habitual frase «sostenibilidad del sistema» en el Estado español encierra, en opinión de Alvarez-Solís, un validamiento de un sistema «conductor de un abusivo orden público, constructor de una sanidad clasista, gestor de una educación minoritaria, depredador de pensiones y escudo de una impresentable estructura financiera».
La falsedad de un discurso, de cualquier proceso de pensamiento, hay que buscarla siempre en su inicio, que es cuando se ocultan muchas cosas por constituir una zona anaerobia. Hay que estar muy atentos, por ejemplo, al lenguaje inicial. La tarea requiere un sólido análisis porque los protagonistas del discurso suelen servirse de la ambigüedad o de la confusión en su propuesta de arranque. El inicio engañoso contamina todo el proceso dialéctico posterior, ya sea breve o muy dilatado. El Sr. Rajoy es un ejemplo de inicio trucado. Ante esa posibilidad, hay que ser radical, hay que ir a la raíz. Últimamente se estila hasta la náusea referirse a la «sostenibilidad del sistema», con lo que lo adjetivo, o sea la sostenibilidad, absorbe totalmente la atención del incauto, que acaba por no preguntarse nada importante acerca del contenido sustantivo del sistema, que es lo que debería requerir nuestra máxima atención. Lógicamente, un sistema demanda sostenibilidad, porque de no aspirar a la reproducción, es trivial denominarlo sistema; pero ¿si ese sistema es perverso hemos de luchar por mantenerlo sostenible o hemos de luchar para su desaparición cuanto antes? El riesgo de esta lucha consiste en que muchos ciudadanos practican la fe del carbonero; pero mantener algo perverso aparece contradictorio con la vida si pensamos en términos morales. Por tanto, repito, hablar de sostenibilidad en este caso resulta una perversión. La sostenibilidad de lo condenable no redime su maldad al ser presentada como una estructura sólida, sino que la agudiza.
Ser sostenible equivale a decir que se es sano. En este orden parece evidente que es nefasto para la justicia, la libertad y la democracia, por tanto para una vida dignamente humana, legislar castigos para eliminar toda pretensión antisistema, como si se tratara de eliminar una planta venenosa. En España esta pertinacia en proteger el sistema, que tiene mucho que ver con la perduración de la dictadura franquista, con su abominable sostenibilidad de la represión pública en nombre de una paz de cementerio, se está agudizando no ya por días sino por horas. Lo perverso de esta situación es que esos dirigentes conocen en el fondo la protervidad de su sistema intimidatorio y castrador, por lo que introducen en él el concepto de sostenibilidad como nota básica de una gobernación con calidad y equilibrada. Mantener la inmovilidad del Movimiento Nacional en cuanto sociedad rígidamente clasista es toda la ambición del llamado Partido Popular. O sea, crean una confusión en los términos, empleando la sostenibilidad como validamiento del contenido vicioso del sistema. Si empleamos el recurso de un lenguaje propio de la fábula, tal mecanismo de lógica barata equivale a estimular la persecución del ratón hambriento que atenta a la sostenibilidad de la despensa de la casa, mientras los verdaderos amos de la misma, insolentes cazadores, se quedan cínicamente con el queso. Su orden sostenible es, pues, una trampa de caza.
El Gobierno del Sr. Rajoy, que está construido con materiales de dictadura, ha decidido legislar con urgencia para mantener la «sostenibilidad» del orden público actual frente a cualquier manifestación de protesta, de la sanidad frente a su hurto a las masas, de la educación selectiva frente a una creadora cultura social, de las pensiones arruinadas frente a una verdadera humanidad, de la gran empresa frente a un nuevo procedimiento productivo, de la estructura financiera frente a un justo reparto de la riqueza. Una sostenibilidad que debilita a las masas que se asfixian en el interior del sistema. Un sistema conductor de un abusivo orden público, constructor de una sanidad clasista, gestor de una educación minoritaria, depredador de pensiones miserables, servidor inicuo de la gran empresa, escudo de una impresentable estructura financiera. En fin, protagonista de todo lo que debiera rechazarse como moralmente insostenible. A mí este modo de retorcer la realidad para proteger la pervertida política gubernamental me recuerda al mal sastre que obligó al cliente a adoptar durante la última prueba diferentes posturas forzadas a fin de que le cayera bien un traje mal cortado. Salió al fin el cliente a la calle y un peatón se limitó a murmurar apesadumbrado ante el descoyuntamiento del comprador de la prenda: «Qué retorcida figura la de ese caballero que ha desgraciado el perfecto traje que le han hecho».
He meditado con detenimiento el proyecto de modificación del Código Penal para convertir en delito colectivo -un intento más para destruir el grantismo moral en las leyes, basadas hasta hace unos años en la responsabilidad individual- dos conductas que pueden abrir la puerta de par en par al ideologismo en los jueces, sobre los que ya ejerce un fuerte control el sistema. Una de las pretensiones, fundamentalmente fascista por su circunstancialidad y especiosidad, consiste en considerar la resistencia pasiva a los agentes del orden -por ejemplo, el encadenamiento a un objeto o agrupación física de los manifestantes- como conducta activa de agresión a los agentes de orden público. Es más, los que protesten colectivamente o convoquen a la protesta -partidos, asociaciones o sindicatos- podrán ser convertidos en un sujeto penal -nuevo añadido a la demencial figura del responsable colectivo- si en la manifestación surgen individuos que procedan con violencia. Todavía más: estos entes colectivos podrán ser ilegalizados, disueltos. ¿Cabe imaginar monstruosidad jurídica mayor, sobre todo si se tiene en cuenta que la reforma apunta a los soberanistas catalanes o vascos? Doscientos años para convertir lo penal en un concreto y prudente instrumento forense limitado al ser individual, que es el que posee voluntad humana, es decir, cierta, para ser imputado, quedan arrasados por el diktat de un Gobierno que se ha tornado adicto además al peligroso recurso del decreto-ley.
¿Qué haremos a partir de ahora y en el Reino de España los que somos antisistema? ¿Qué haremos los que honradamente tenemos en la cabeza y en el corazón un sistema distinto, que creemos más justo, más humano, más creativo? Nos dirán, eso sí, que podemos disponer de la palabra siempre que la palabra no se convierta en pretensión de poder o en incitación extrainstitucional al cambio de modelo. Todo eso es perverso. Es más, el concepto de «antisistema» pasa en sí mismo a constituirse en provocativo penalmente hablando. El manto de la democracia no ampara a los antisistema. La democracia es ya un corralito dentro del que juegan sosteniblemente a la petanca fascista los nacidos sin pecado original, los correctos, los gradualistas, o colaboracionistas, de toda índole. Los «otros» podemos dedicarnos a jugar en el oscuro extrarradio moral y legal con las duras pelotas de los guardias y las escandalosas sentencias de los jueces. Incluso se nos permite el uso de una cierta retórica acerca de la doctrina de los legalmente comprometidos con el inmóvil movimiento nacional. Esto último sin cruzar nunca la línea de «lo que se debe hacer», como pregona el Sr. Rajoy. La Carta Magna no es más que una oferta educativa de acomodación. Tiene reservado el derecho de admisión; es, simplemente, la carta del rey de bastos.
Es aterradora la carga de criminalidad que contiene el término de «antisistema». Ser antisistema es terrorismo. El actual Gabinete de Su Majestad llega a sostener que los antisistema son, ya de inicio, responsables de un delito de lesa patria: «el daño a la imagen de España ante los mercados». La acción antisistema está concebida no para destrozar una moral supuestamente intangible, sino para algo mucho peor: para meter mano en la contabilidad, la mayor de las villanías.