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Jon Odriozola Periodista

Un cuento

Lo tachaban de enajenado. Otros, de loco vidriera por despachar verdades intolerables para especialistas en juzgar antes de juzgarse a sí mismos

Siendo chavalín, en el colegio, se le cayó el tintero al suelo con tal mala fortuna que unas gotas ingrávidas mancharon su camisa blanca. No blasfemó por tres razones: era núbil, estaba en un campo de curas y sonaría ucrónico. Con el paso del tiempo, sí, llegó a ser un gran proferidor de venablos, con gracia y estilo, incluso. En aquella época, los pupitres eran de madera con dos bancos no corridos (los separaba un brazo de pino) donde se sentaban dos pupilos, cada uno con su tintero propio. Unos tinteros encajados en un báratro donde se mojaba la plumilla en la asignatura de caligrafía en unos cuadernos no cuadriculados -estos se usaban para la clase de aritmética o quebrados-, sino con cinco líneas paralelas y euclideanas que semejaban un pentagrama. Los futuros médicos siempre suspendían esta disciplina. La pregunta es imperiosa: ¿cómo se desorbitó el tintero? No hay misterio: tomó el frasquito de tinta para comprobar su nivel y, alzándolo para contrastarlo con la luz de la ventana, se le escurrió haciéndose puro talco en el piso y salpicándolo (he aquí un loísmo) la camisa.

El ensotanado curángano ni se apercibió. Dormitaba desde la palestra del aula atrincherado tras unas gafas ahumadas para simular su duermevela. Tal vez, acaso, atacado en su sueño por Cthulhu, el rey del Mal de Lovecraft. Nuestro pequeño héroe -en edad, no en estatura- no se descompuso. Le asaltó una única duda: cómo explicar a su madre la razón de la ofensiva mácula en su pulcra camisa. No es que temiera bronca, sabía eso. Aquello fue un accidente, no hubo premeditación, qué estupidez. No consultó con sus amigos qué hacer. No era un pícaro. Su ropa era escasa. Y aquella camisa era la de «los domingos». Se la puso ese día «lectivo» por capricho, igual que un dios pagano arbitrando el destino de los mortales. Su torpeza, el azar o alguna erinia ocasionó el estropicio. Ces't la vie.

Volvió a casa cubierto con un jersey para que su madre no viera el manchón en su inmaculada camisa blanca. De verlo, el enojo sería pasajero, pero quería evitar el engorro. Una mancha de tinta cuesta mucho limpiarla. Su padre ni se enteraría estando arreglando motores averiados de pesqueros en Ondarroa o en el Golfo Pérsico con su torsiógrafo, que así se llamaba un instrumento hoy arqueológico. Resolvió guardar -en realidad, sepultar- la camisa ultrajada por el destino en un cajón de un mueble de su habitación. Nunca más se la puso. Su mamá, más intuitiva que sabia, tampoco preguntó.

Pero siempre la conservó (la camisa). Hasta su muerte con 65 años, un 5 de julio. Diez años antes de su óbito, se paseaba por las calles con camisas blancas violadas con tinta pelikán. Lo tachaban de enajenado. Otros, de loco vidriera por despachar verdades intolerables para especialistas en juzgar antes de juzgarse a sí mismos: «esos que aspiran a ganarse el cielo mientras hacen de tu vida un infierno», gustaba decir. Hubo excepciones que lo respetaron y fueron a su pobre y melodramático funeral en un bello rosicler de verano. Le apodaron el «hombre con estigma». El hombre con la mancha perenne en la camisa blanca. Un quijote quijotesco, un extraterrestre.

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