Víctor Moreno Escritor y profesor
Enterradorres de palabras
En su artículo, Moreno se refiere a un conocido enterrador de palabras, Cinoc, personaje de la novela de Georges Perec «La vida instrucciones de uso», cuya profesión consistía en eliminar las palabras que iban cayendo en deshuso para dejar sitio en el diccionario a las nuevas palabras. Al margen de la ficción, afirma que la muerte de las palabras es «síntoma de una cultura enferma», y lamenta que probablemente la pérdida de tantas palabras conlleve una mayor dificultad a la hora de comunicarse las personas «de forma exacta», además de un creciente distanciamiento «de la herencia cultural del pasado más o menos inmediato».
Georges Perec en su novela «La vida instrucciones de uso» nos cuenta la historia de Cinoc. En el momento en que lo conocemos cuenta con cincuenta años. El habitual afán exhaustivo a la hora de describir del autor solo se limita a contarnos cuál era su profesión: Cinoc era un «matapalabras», o, más propiamente, un «enterrador de palabras».
Su labor era complementaria a la de aquellos profesionales de la misma empresa, el diccionario Larousse, afanados en descubrir nuevas palabras y significados. Cinoc, para dejarles sitio en el diccionario, debía eliminar todas aquellas voces y acepciones que, con el tiempo, habían caído en desuso y nadie usaba.
Cuando se jubiló, después de cincuenta y tres años de un trabajo tan escrupuloso como higiénico, Cinoc había hecho desaparecer de los diccionarios cientos y miles de vocablos relativos a técnicas, medicina, guisos, costumbres, juegos, juguetes, creencias, herramientas, dichos, manjares, apodos, pesos y medidas. Borró de los mapas, conocidos hasta la fecha, decenas de islas, centenares de poblaciones y ríos, millares de cabezas de partido, aldeas, poblaciones y pueblos. Arrojó al anonimato centenares de tipos de vaca, especies de pájaros, insectos y serpientes, peces un poco especiales, variedades de moluscos, de plantas no del todo idénticas, tipos particulares de frutas y verduras. En fin, había hecho desvanecerse en la noche de los tiempos a legiones de geógrafos, misioneros, papas, obispos, descubridores, entomólogos, Padres de la Iglesia, literatos, militares, políticos, santos, dioses y demonios.
La muerte de las palabras, cuya desgracia se da en todas las sociedades, es síntoma de una cultura enferma, en general, y de una comunidad ágrafa, en particular. No me atrevería a decir que esta desaparición conlleva la muerte misma de la propia sociedad, como advierten algunos apocalípticos. Al final, la gente se acostumbra a todo, incluso al uso de un exiguo número de palabras para comunicarse entre sí. Y no parece que el ocaso de tanta palabra le preocupe demasiado. Además, el sistema lingüístico se va regenerando a medida que evoluciona. Mueren unas palabras, nacen otras. Ni mejores, ni peores. Todas en función de una necesidad comunicativa concreta. Quizás, el hecho de que cada vez más hay menos que comunicar, la cantidad de palabras requeridas para ello sea insignificante.
Sin embargo, lo más probable es que la pérdida de tanta palabra acarree, también, un aumento galopante de la dificultad para comunicarse de forma exacta con los demás. Detrás de cada palabra se esconde un delicado proceso de elaboración mental, gracias al cual nombramos y organizamos el mundo. Cuantas menos palabras posea un individuo, además de tener menor capacidad para expresarse, menor será su facultad para generar pensamientos. Porque las palabras no son cosas, sino procesos mentales y afectivos en interacción con el medio social en que surgen.
Hace unos años, los adolescentes poseían mucho mayor vocabulario que el que tienen ahora. Es signo calamitoso de los tiempos, y que no cabe achacar a una sola causa, como variable explicativa de dicha hecatombe lingüística. Los adolescentes de hace veinte años leían ciertos clásicos y, aunque a duras penas, llegaban a sortear con cierto éxito las dificultades de un lenguaje cada vez más lejano de sus intereses. Ahora, este lenguaje de Valle Inclán está a años luz de distancia del léxico que posee un adolescente. Cuando se les enfrenta con estos textos, algunos de estos imberbes preguntan si aquello está escrito en castellano. Y no estoy hablando de los «Milagros de Nuestra Señora», del maestro Berceo, o del «Poema de Mío Cid», en versión antigua. Hablo, también, de Stevenson, de Salgari y de Verne.
La pérdida de este léxico, que ni se usa en la conversación pero tampoco en la literatura actual, ocasiona un distanciamiento cada vez mayor de la herencia cultural del pasado más o menos inmediato. Una herencia a la que, si se quiere acceder con un mínimo rigor y exactitud, habrá que hacerlo con un lenguaje preciso y contextualizado. Un aprendizaje que requiere lentitud y silencio, hábitos por lo que cierta sociedad al uso no guarda ningún respeto.
Lo que se esconde detrás de la pérdida de cada palabra es un drama para la especie. La persona, para saber quién es, lo primero que hace es remitirse a la lengua que habla. Tanto que hay mentalistas que sostienen que un ciudadano es más ciudadano en la medida que domina su lengua. Yo no llego a tanto. Pero cabría sugerir que un individuo que olvida su lengua tiene poco de ciudadano ejemplar. O no. ¿Quién lo sabe? Hay tipos que renuncian a su lengua materna por considerarla causa próxima de comportamientos criminales. Existen actitudes que sostienen que el nazismo venía ya incorporado en la propia lengua alemana. Y, entre nosotros, más de una vez se ha dicho que el euskara es alimento nutricio del terrorismo. Y conste que no solo lo afirmaba el carpetovetónico Martín Villa. También, Steiner lo insinuaría de modo sutil aunque luego presentara disculpas por sospecharlo. Villa jamás presentó las suyas.
Al criterio de Cinoc se le podría añadir el punto de vista de aquellas palabras que, gracias a la incuria de los tiempos, el poder las ha ido pervirtiendo de tal modo que resultan ya ininteligibles.
¿Qué palabras, caso de que viviera en la actualidad Cinoc, serían objeto de su trabajo? Probablemente, su olfato «palabrático» quedaría fascinado por aquellas que, usándose, ya no significan lo que significaban. Y se preguntaría cómo es posible tamaño dislate: utilizar palabras que ya no significan ni siquiera lo que viene en los diccionarios; términos que perdieron su vigor semántico, pero que, en contra del criterio taxonómico de Cinoc, son omnipresentes en la conversación cotidiana.
Recuérdese que en la historia de Perec, palabra que Cinoc eliminaba, al momento era sustituida por otra. Sin embargo, temo que palabras como pueblo, democracia, elecciones, voto, parlamento, justicia, libertad, bien común, lo público... asesinadas de forma sistemática por quienes detentan los tres poderes de Montesquieu, no recobren su vigor primero y permitan a la ciudadanía soñar mediante sus significantes otros mundos y otras esperanzas. Pero, si lo que importa es saber quién tiene el poder y no lo que significan las palabras, entonces, y que es, al parecer, lo que de verdad importa, apaga la vela y vámonos de este entierro.