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Carlos GIL Analista cultural

Ego

Existiría algún vestigio de arte sin personalidades con un punto de soberbia como para sentir la necesidad perentoria de contar sus vivencias, sus experiencias o sus visiones a los demás? Si rodeamos la glorieta sicológica, si no hacemos el stop del cruce sicoanalítico, la historia del arte, antes de la imprenta y la comunicación o después de la revolución industrial, se sustenta en extravíos de individuos de la tribu que creyeron más en sus voces internas que en los designios de los dioses. Hasta cuando roza con la brujería y la superstición, esa figura ungida de capacidades extraordinarias, se sustenta en unos ramalazos de un ego sobrealimentado por el aplauso o la conformidad.

Como el veneno, todo depende de la dosis. No existiría la magnífica poesía de la experiencia sin un refrito de la memoria con el amor propio. La pintura o la escultura es una acción solitaria que se socializa con la identificación. Lo colectivo del teatro, la música o la danza, siempre tiene su peaje en lo individual. Es una suma de egos al servicio de una idea común. Sin esa necesidad de resaltar, o de creerse su propia obra, sería difícil el trabajo artístico. Ese impulso intangible para escribir una sonata, para estructurar una novela o pasar por la barra del estudio de ensayos. Lo otro es artesanía, oficio, relación contractual.

Es bueno un pellizco de ego o de confianza en sí mismo. Lo patético es cuando la mediocridad se embadurna de egolatría. Cuando llega la patología a la gestión cultural o política. Cuando nadie es capaz de empezar una frase sin un yo imperial. Si ese sobrepeso afecta al cronista o crítico, la cosa adquiere urgencia clínica. Ego contra ego.