Ray Bradbury: cuando las palabras sobreviven al fuego y blasfeman contra Dios
El 5 de junio fallecía a los 91 años el escritor y guionista norteamericano Ray Bradbury. El gran potencial creativo que este autor mostró en obras como «Crónicas marcianas» o «Fahrenheit 451» encontró su hueco, con desigual fortuna, tanto en el cine como en la televisión. Curiosamente, su gran legado fílmico está relacionado con una obra ajena; el guión que escribió para la adaptación que John Huston hizo de la novela de Hermann Melville «Moby Dick».
Koldo LANDALUZE | DONOSTIA
Con el tránsito de Venus frente al Sol llegó una advertencia que no supo ser vista por los millones de terrícolas que quemaron sus retinas mientras contemplaban absortos un simple fenómeno cósmico. Es algo lógico, los terrícolas son una extraña raza que ha olvidado el saludable hábito de oler y tocar los libros y quizás algo cansado de predicar desde su púlpito de letras -aquellas que no arden a 451 grados Fahrenheit-, un terrícola hizo su maleta y preparó su ansiado viaje a Marte. Solo un habitante en todo el planeta fue consciente de que alguien aguardó pacientemente esta distracción generalizada para emprender su viaje al planeta Rojo pero, en ese instante, el blasfemo capitán Ahab se hallaba demasiado ocupado juramentando a la tripulación del ballenero «Pequod» contra el Dios blanco Moby Dick y no quiso advertirnos de esta anecdótica fuga que sin duda ocupará un capítulo en las crónicas marcianas.
Cuentan que el viajero se marchó sonriente y con sigilo y únicamente dejó tras de si una nota -escrita con tinta, por supuesto- en la que decía: «Conseguid una vida. Entrad a una biblioteca de verdad, nadad en el acuario del tiempo, tocad los libros, abrid los libros, oled los libros. Llamad a vuestro gato para que os ayude a matar el ratón de vuestro ordenador. Apagad todo». Ray Bradbury se limitó a apagar la luz, silenció aquellas «voces interiores» que, según afirmaba, le dictaban sus libros y tras despedirse de sus inseparables compañeros de viaje literarios -Edgar Allan Poe, Julio Verne, Edgar Rice Burroughs, Thomas Wolfe y Ernst Hemingway-, se marchó a Marte para ya no regresar jamás.
Curiosamente, el escritor y guionista estadounidense Ray Bradbury siempre será recordado como un visionario por sus obras de ciencia ficción y, sin embargo, en el transcurso de su rutina cotidiana siempre prefirió mirar con cierto recelo y alejarse de los avances tecnológicos.
A lo largo de su vida escribió cientos de relatos, novelas, obras de teatro y guiones de televisión y cine, conformando una carrera prolífica que comenzó a germinar en la década de los 40 del siglo pasado.
Entre sus novelas más famosas figuran «Fahrenheit 451», «La feria de las tinieblas» y la compilación de relatos titulada «Crónicas marcianas».
Desde principios de los años 40, sus relatos comenzaron a aparecer en revistas como «Weird Tales», «Astounding Science Fiction» y «Captain Future» y ya en los 50 cimentó su prestigio como escritor gracias a la citada «Crónicas Marcianas», una colección de relatos sobre terrícolas materialistas que colonizaban y explotaban de mala manera su amado planeta Marte.
Su novela más celebrada, «Fahrenheit 451» -el título alude la temperatura a la que supuestamente arde el papel-, publicada en 1953, nos muestra una desoladora sociedad futura en la que los libros están prohibidos y los bomberos ejercen funciones de pirómanos literarios en clara alusión a aquellos nazis que quemaban libros.
Paradójicamente, el autor especializado en ciencia ficción, que él prefería denominar «fantasía», no era muy amigo de la tecnología. Durante años, Bradbury intentó evitar la publicación de «Fahrenheit 451» en su variante de libro electrónico. Tal y como sentenció en el «New York Times», «los libros electrónicos huelen a gasolina quemada», y arremetió contra el universo virtual de internet calificándolo como «una gran distracción, que «carece de significado, no es real. Está en algún lugar en el aire».
El cine, ese amante díscolo
Bradbury amaba el cine, sobre todo las películas de corte fantástico de serie B pero, la ciencia ficción intelectual que Ray Bradbury predicó en negro sobre blanco fue, en cambio, fue desaprovechada por el medio cinematográfico, con excepciones como «Fahrenheit 451». Quizás el medio televisivo se mostró más comprensivo hacia su obra gracias a propuestas tan exitosas como «The Ray Bradbury Theatre», serie que se mantuvo en antena durante siete años, o el episodio «Te Jar» que fue incluido en la aclamada «Alfred Hitchcok presenta».
Siguiendo la relación cine-Bradbury también encontramos a un Jack Clayton en horas bajas cuyos servicios fueron contratados para trasladar a la gran pantalla «Something Wicked This Way Comes» («La feria de las tinieblas»), con guión firmado por el propio Bradbury. Pero lo que Clayton había conseguido con Henry James y su «Otra vuelta de tuerca» en la película «Suspense» -una de las mejores películas sobre fantasmas de la historia del cine- no se repitió en aquella obra que mostraba el lado oscuro de una compañía de comediantes que contó con el protagonismo de Jason Robards, Jonathan Pryce y Diane Ladd.
En 1969, Rod Steiger, en el mejor momento de su carrera y con su Óscar por «En el calor de la noche», protagonizó junto a Claire Bloom «El hombre ilustrado». Dirigida por Jack Smight, pasó sin pena ni gloria en su intento de fundir los distintos relatos que incluía el libro de Bradbury. Lo mismo sucedió con «Las crónicas marcianas», hito en la carrera del autor que en versión mini-serie y con un crepuscular Rock Hudson liderando los títulos de crédito, corrió la misma suerte que casi todos los productos audiovisuales ambientados en Marte: sucumbió a la maldición que las llevaba irremisiblemente a la mediocridad.
El cine volvió a desaprovechar las posibilidades de las historias bradburyanas cuando apostó por «El ruido del trueno». Dirigida en el año 2005 por Peter Hyans («Capricornio Uno») y protagonizada por Edward Burns, Catherine McCormack y Ben Kingsley, la película utilizaba como mera excusa argumental el llamado «efecto mariposa» para desarrollar un filme en el que predominaban los efectos digitales y las criaturas jurásicas.
Moby Dick, la gran blasfemia
Entre los principales hallazgos cinematográficos de Bradbury se encuentran dos filmes. El primero de ellos no es una adaptación basada en alguna de sus obras pero su aportación fue definitiva a la hora de lograr una concreción en el vasto imaginario que el escritor Hermann Melville planteó en su monumental «Moby Dick». Dirigida en el año 56 por John Huston, esta realización protagonizada por Gregory Peck, denostada en su día y a la que el tiempo le ha otorgado un merecido alto grado de calidad, incluía en sus engranajes argumentales un discurso atrevido y arriesgado que fue planificado al detalle por el cineasta y un Ray Bradbury que asumió labores de guionista. «Se ha discutido demasiado sobre el sentido último de «Moby Dick»- afirmó John Huston-, al que se prefiere considerar como un libro secreto, enigmático. Pero en lo que a mí concierne, se trata, negro sobre blanco, de una gran blasfemia. Ahab es el hombre que ha comprendido la impostura de Dios, ese destructor del hombre, y su búsqueda no tiende más que a afrontarle cara a cara, bajo la forma de Moby Dick, para arrancarle la máscara. La película era una blasfemia extraordinaria».
Cuando los libros arden
La segunda gran aportación del cine a la obra de Bradbury sí llevaba la firma del autor, pero, al contrario de lo que ha ocurrido con el filme dirigido por Huston, son muchos quienes opinan que a «Fahrenheit 451» el paso del tiempo no le ha sentado muy bien. Dirigida en 1966 por François Truffaut, esta película protagonizada por Oskar Werner y Julie Christie se sitúa en una sociedad posterior a 1990, en donde la tarea de los bomberos ya no es la de apagar incendios (las casas de ese momento no son inflamables) sino la de quemar libros, ya que, según su gobierno, leer impide ser felices porque llena de angustia; al leer, los hombres comienzan a pensar, analizan y cuestionan su vida y la realidad que los rodea. El objetivo del gobierno es impedir que los ciudadanos tengan acceso a los libros, pues vela para que sean felices y rindan en sus labores. Aunque se trate de una adaptación de la novela homónima de Bradbury, se trata sobre todo de un sentido homenaje que Truffaut rindió al libro como concepto y en la misma proporción que «La noche americana» lo fue al cine, «El último metro» al teatro y «El amante del amor» a la mujer.
Como cierre a este breve recorrido, nada mejor que dejarnos llevar por las propias palabras de un autor que siempre se consideró «un escritor híbrido» las cuales resumen una declaración de principios donde predomina el amor hacia lo creativo y hacia la siempre castigada cultura: «Estoy completamente enamorado del cine, y estoy completamente enamorado del teatro, y estoy completamente enamorado con las bibliotecas».
Cuentan que el viajero se marchó sonriente y con sigilo y únicamente dejó tras de si una nota -escrita con tinta, por supuesto-, en la que decía: «Conseguid una vida. Entrad a una biblioteca de verdad, nadad en el acuario del tiempo».
Su novela más celebrada, «Farenheit 451», nos muestra una desoladora sociedad en la que los libros están prohibidos y los bomberos ejercen funciones de pirómanos literarios en clara alusión a aquellos nazis que quemaban libros.
Según sus propias palabras, aprendió a leer por su cuenta y riesgo cuando solo tenía tres años de edad porque quería descifrar los textos que incluían las historietas que por entonces lo cautivaban, y comenzó a escribir ficción siendo muy pequeño, motivado por estas lecturas. De ahí, quizás, su particular forma de concebir la escritura: «Me he pasado los últimos setenta años de mi vida jugando».
Ligado desde siempre a la ciencia ficción, siempre expresó en numerosas ocasiones que su intención no era prever sino prevenir el futuro. Ante el riesgo de que la idea de fatalidad pudiera ganarle al hecho de que todos somos responsables, aclaró que no pretendía hablar de la censura sino poner el acento en el hecho de que el mundo necesita de la educación, y no puede prescindir de los libros. En este sentido, siempre miraba con recelo los avances tecnológicos pero, sus mayores dudas iban dirigidas hacia sus creadores. «No les tengo miedo a las máquinas -afirmó- . No creo que los robots se estén apoderando del mundo. Pienso que los hombres que juegan con juguetes lo han hecho. Y si no les quitamos los juguetes de las manos, somos unos tontos».
Bradbury amaba las estrellas pero sobre todo, amaba los libros porque solo tienen dos olores: el olor a nuevo, que es bueno, y el olor a usado, que es todavía mejor.
K. L.