He leído con la tristeza consiguiente las declaraciones del presidente del banco central de Alemania. La frialdad con que enfoca la existencia de las sociedades europeas estremece. Habla de España, de Portugal, de Grecia, Irlanda o Italia como si analizase el rendimiento de unos trabajadores en un campo de concentración. No calcula ni la enfermedad ni la muerte colateral de los ciudadanos de esos países. El dinero que ingrese Alemania por la huida de capitales hacia el búnker alemán es su única preocupación. Creo, incluso, que el caballero del Bundesbank ha calculado ya la aportación que el trabajo secundario y sometido de los países mencionados puede aportar al dispositivo industrial alemán, del que habríamos de adquirir, además, las mercancías ya terminadas. Ante este panorama parece lícito hablar del «corralito» alemán. El euro no es más que moneda alemana y desde Alemania se controla crecientemente lo que la periferia europea puede gastar en el sostén de su propia vida, que se está reduciendo a un mínimo dramático. Eso es, precisamente, lo que ha de entenderse por «corralito».
Me pregunto, a la vista de lo resumido en el párrafo anterior, si no debemos pensar ya en una oposición cerrada a la Europa germanizada. Quizá sea necesario recobrar la soberanía, pero no solamente frente a Alemania sino frente a los propios Estados quesling que someten a sus pueblos a la nueva dictadura alemana.
Vivir supone algo más que un cálculo económico, sobre todo si ese cálculo está hecho por mentes conformadas por un imperialismo violentamente resucitado. Resulta indiscutible, además, que si hay que hacer sacrificios, se hagan a favor del propio pueblo. Es decir, fuera del «corralito».