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Antonio ALVAREZ-SOLÍS | Periodista

La segunda parte

Por la puerta abierta por el Tribunal Constitucional en la sentencia que aprueba la legalización de Sortu, considera Alvarez-Solís que deberían salir de Madrid a Euskal Herria muestras de libertad y democracia. El veterano periodista desea saber si tras esta decisión del alto tribunal hay una decisión de racionalizar la situación, en la que quepan la libertad de expresión y el libre debate de las ideas, aunque advierte de las «vaguedades» que contiene la sentencia, que podrían favorecer una nueva represión española.

La sentencia legalizadora de Sortu no resuelve el gran contencioso del norte peninsular sino que únicamente abre la puerta a la batalla fundamental que habrá de librarse ahora para conseguir la normalidad política de Euskadi. Esa decisión judicial no remonta por fin, dándola por liquidada, una grave situación de irregularidad institucional en tierras vascas sino que plantea al Estado español nada menos que un cambio radical de su política, que en eso, justamente, ha de consistir la normalización política vasca. Sin ese cambio radical en la postura de Madrid -hablamos de tirios y de troyanos- dará poco de sí la decisión de los jueces. El Constitucional ha decidido positivamente, caminando sobre las brasas, el derecho a existir que tienen los abertzales de izquierda como organización política. Mas ese caminar por las ascuas ha llevado al Constitucional a introducir en su sentencia no pocas vaguedades que pueden favorecer una nueva represión española. Anotemos, por ejemplo, esa advertencia del Gobierno español acerca de lo que entienden por una «ilegalización sobrevenida». Por eso el derecho reconocido por los jueces hay que dotarlo de una limpia operabilidad por parte de quienes tienen en sus manos el gran poder del Estado. Hay que legitimar en toda su profundidad ese derecho. La mecánica política española está movida por una energía dictatorial sumamente reactivada que conviene tener muy en cuenta por quienes, con entendible emoción abertzale, celebran ahora el final de un doloroso y complicado camino. Recordemos en este punto esa invitación, de sabor ignaciano, al «suaviter in modo, fortiter in re».

El momento es esencialmente un momento español. Lo que desean los abertzales de izquierda está claro, pero lo que pueda hacer España no solo está muy oscuro sino que encierra una gran dosis de violencia potencial. Y de esto último es de lo que hay que hablar muy detalladamente si queremos disfrutar de una real paz vasca. En estos momentos no es malo recordar la tesis recogida de los legistas árabes por Abdallah Laroui cuando afirman que «el Estado no es moralizable; siempre es lo que naturalmente es: disfrute exclusivo del poder y de sus privilegios mediante la utilización de la fuerza bruta».

Sería decisivo, eso sí, para el equilibrio político español y aun para evitar dudas múltiples en Europa acerca de España, que por la puerta jurídico-moral que acaba de abrir el Tribunal Constitucional salieran hacia Euskadi muestras de libertad y democracia por parte de Madrid. Incluso me pregunto si el Partido Popular Europeo, en el que está integrado el PP español, no ganaría puntos y respetabilidad en su quehacer político, ahora tan lastrado por su dramático proceder económico y social, si forzase en sus colegas hispanos un comportamiento democrático y políticamente razonable en situaciones como esta. España ya preocupa mucho al mundo occidental por la secular soberbia y elementalidad intelectual de su clase dirigente -que contamina a una parte sustancial del país- para añadir otra equivocación más a su constante rechazo de la democracia.

Los días venideros van a desvelar si las primeras y airadas declaraciones de ministros, diputados, periodistas y otros ciudadanos de la cúpula, en contra no solo de la sentencia sino de los magistrados que la han emitido, tienen por objeto atemperar la postura y talante de sus masas -halagándolas con una retórica elemental- o si, por el contrario, se trata de restablecer en todo su vigor la belicosidad que abriga el Gobierno de Madrid. Es decir, si el Gabinete del Sr. Rajoy ha decidido en el fondo racionalizar la situación o bien prefiere estrellarse una vez más contra la pared de lo inadmisible. Una verdadera política de Estado, que es la que el Sr. Rajoy dice preferir, conduciría evidentemente a completar y robustecer el mapa político vasco devolviendo a la razón lo que nunca hubiera tenido que excluirse de ella. Hace un par de meses el presidente del actual Gobierno dijo enfáticamente que, al margen de cualquier exigencia ideológica, «hacían lo que tenían que hacer». Pues bien, ahora sería un momento de reactivar la frase y darle un contenido real y práctico. Porque lo que «hay que hacer» es, evidentemente, ensamblar un marco político en el que quepan, sin reparos, la libertad de expresión y el debate de las ideas, que son valores absolutos y no cuantificables desde el poder político. Se piensa hasta las últimas consecuencias o se destruye el proceso total del pensamiento; se expresan sin cortapisas las ideas o las ideas se agostan y se pudren en la oscuridad. Paradójicamente esta sencilla consideración ha constituido siempre el impedimento para lograr la madurez política y moral de España, pese al esfuerzo hecho por sus minorías inteligentes para despejar el camino tanto a la libertad de pensamiento como a la libertad de expresión, inconcebibles la una sin la otra.

En la sentencia del Constitucional hay dos momentos muy notables en que se trata de simplificar la comprensión de la misma. El primer momento es aquel en que los magistrados favorables a la legalización declaran la «suficiencia» de la condena del terrorismo que figura en los estatutos de Sortu. Contra esta condena, sientan los jueces, no pueden prevalecer otros vagorosos elementos de convicción que lleven al sostenimiento de la ilegalización. Es más, en un momento posterior los mismos magistrados declaran con sencilla y lógica contundencia que esa condena de la violencia por parte de los abertzales del partido ahora reconocido «no puede estar sometida al dilema de la mayor o menor sinceridad del sujeto», ya que de darse esta rara y disparatada investigación se convertiría en inaplicable el Derecho al disolverse el positivismo de la norma en un mar de abstracciones filosóficas. Al parecer, muchos magistrados empiezan a enfrentarse desde la lógica jurídica y procesal a la voluntad de los gobiernos de usar el poder jurisdiccional para avalar sus excesos y conveniencias.

Comprendo, y desde esa comprensión expreso sin embargo y como ciudadano mi condena del Gobierno de Madrid, que al Sr. Rajoy le venga como anillo al dedo contar con la coartada dramática de la violencia vasca para ofrecer al menos un plato fuerte en la mesa a la que se sienta la ciudadanía española, tan poco capaz para jugar a la vez con varios elementos políticos. Pero lo cierto es que esa violencia ha desaparecido hasta tal punto que incluso la organización juvenil Segi, sobre la que pesaban tantas injustificadas persecuciones estatales, se ha disuelto a fin de reforzar la concentración política. Hay, pues, una oferta variada y sugestiva de paz en Euskadi. Por tanto ¿a qué vienen las nuevas amenazas gubernamentales ante la legalización de Sortu por parte del tribunal más alto? Digámoslo de la forma más clara: esas amenazas alimentan una arrogancia histórica que hoy resulta ridícula. Y a la vez, esas amenazas expresan el miedo de Madrid a quedarse sin la única parte del territorio estatal capaz de protagonizar una avanzada revitalización de la economía y de un modelo social plenamente democrático. Pero temer esto último también resulta grotesco a poco que se aplique un análisis medianamente serio. Euskadi, y en su conjunto Euskal Herria, solo pretende hacer de su libertad la herramienta de un verdadero desarrollo socio-económico propio, ahora imposible, lo que se derramaría sobre su entorno. Decir estas cosas tan obvias resulta de una elementalidad que hiere de simplicidad al escritor que las dice. Pero hay que decirlas porque la realidad lo exige. Euskadi cree profundamente en otra existencia.

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