Un día después de que Madrid pidiera formalmente el rescate de su sistema bancario, se conoció su disposición a aceptar la fórmula mediante la cual toda entidad que necesite la ayuda pública tendrá que segregar sus activos tóxicos y concentrarlos en un «banco malo». Otro incumplimiento más en la cuenta de resultados de Mariano Rajoy, que en el debate de investidura dio su palabra de no crear un ente de estas características y que finalmente terminará por constituir. En el intento de «limpiar» de los balances de las entidades financieras aquellos activos inmobiliarios que generan pérdidas, el mecanismo que ahora se ha impuesto desde Bruselas no es novedoso, ya ha sido probado en otros estados -entre ellos Alemania-, con un resultado poco satisfactorio, cuando no de estrepitoso fracaso. En el caso español, con tantas preguntas que todavía no tienen respuesta, como cuánto dinero se necesitará realmente, de dónde saldrá y qué condiciones se impondrán, ahora surge una nueva: ¿quién se hará cargo de esos activos contaminantes? Una pregunta esencialmente retórica, ante la certeza de que, una vez más, será el Estado, y por tanto los contribuyentes, quienes respondan por ellos.

Para el ministro español de Economía, el «banco malo» tiene «fiabilidad y ventajas». Para el pueblo trabajador, sin embargo, con la fórmula del «banco malo» todo irá de mal en peor.