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Elena Martínez Rubio Doctora en Filosofía

La lección de teoría

En un aula de la universidad de Frankfurt, Alexander Kluge protagoniza la primera de cuatro clases magistrales sobre teoría de la narración. Con un estilo basado más en la transmisión que en la didáctica, Kluge llama al pensamiento actitud resistencia y especial intensidad de los sentidos, mientras que a la emoción la concibe como otra intensidad especial en la observación y entrega por parte de los sentidos. Una conversación de la que Elena Martínez sale satisfecha, pensando que puede propiciar conclusiones interesantes.

Faltaba todavía media hora para que Alexander Kluge diera comienzo en la universidad de Frankfurt a la primera de sus cuatro clases magistrales sobre teoría de la narración, cuando unos mil doscientos oyentes habían abarrotado ya la sala y alrededores. Y ahí está ahora él, llegado también con antelación, echando admirado un tímido vistazo a las gradas mientras repasa sus apuntes. Para el público expectante, estudiosos o estudiantes de todas las edades, el tiempo pasa extremadamente lento. Tolerará a regañadientes la presentación del invitado a cargo de un colega, a quien aplaude con precipitación para que se deje de preámbulos. Una académica sube aún al estrado e intenta una aproximación a la obra de Kluge, cuando se empiezan a oír los primeros abucheos impacientes. ¡Que supriman formalismos, introducciones y palabrerías, y hable él de una vez!

Alexander Kluge, nacido en 1933, mezcla de cineasta, escritor y pensador que estudió abogacía, espera con tranquilidad al margen. De pie, como aguantará más de dos horas sin síntomas de cansancio. Sí, esta clase tiene un aire de acontecimiento. Mas no de aquéllos de los años sesenta que él mostrará luego en escenas de películas suyas proyectadas sobre la pantalla gigante. Algo nos hace creer que de este encuentro nadie saldrá habiéndose tomado a pecho lo dicho. No al menos como cuando se buscaba pasar directamente a la acción.

Ya no están Max Horkheimer del Instituto de Investigación Social para el que Kluge trabajó, ni los estudiantes que sacaban consecuencias prácticas de la «Teoría crítica» de Theodor Adorno. Entonces se trataba de la transformación de uno mismo y de una sociedad injusta, corrupta. ¿De qué se trata en el siglo XXI? No hace muchos días en esta misma ciudad salían treinta mil personas a la calle para protestar contra la política criminal de los bancos e intentar bloquearlos. «Block-occupy Frankfurt!». Y la Policía aprovechaba y hacía su gran ensayo general represivo para protegerlos en caso de asalto. ¿Continuará? Es lo que se preguntan los que analizan aquella manifestación. No cabe esperar clichés aplicables a la subversión. Entretanto, las élites preparan para Europa nuevas formas de Estado y de constituciones, al cien por cien de acuerdo con sus intereses.

Hoy en cambio el viento sopla suavemente en el campus. Estamos detrás de un imponente, inmenso edificio de los años treinta, ultramoderno en su época. Edificio llamado de las «mil ventanas», antigua sede del potente conglomerado de empresas químicas IG, que pasó de producir pinturas a fabricar gas letal para los campos de concentración. Los americanos lo devolvieron a la ciudad en 1995 y fue reciclado para universidad. Inscripciones relativas a los presos que estuvieron realizando en él trabajos forzados traen a la memoria el tétrico pasado. Y la arquitectura conservada intacta, con sus elegantes ascensores, escalinatas y altísimos techos, planos y dorados, hace que un escalofrío nos recorra la espalda.

Pero la clase acaba de comenzar en este otro edificio de reciente construcción, igualmente cúbico, aunque de mucha menor altura y amplias cristaleras, el cual por su parte ha sido cofinanciado por diversos bancos. «Deutsche Bank», hemos leído antes de entrar en un gran cartel de la fachada.

Al poco Kluge, especie de Sherezade camuflada en la piel de un profesor atípico, nos tiene en sus manos. Ha comenzado por aplicar a la teoría, que debe servir de orientación kantiana en el pensar, la metáfora absurda de un faro construido para extraviados en el desierto. Sin embargo, mirándolo bien: los faros de la costa, ¿están para servir de punto de referencia y ayuda a los barcos? ¿O para hacerlos encallar y que podamos lanzarnos a su abordaje?

Al pensamiento lo llama una actitud de resistencia, intensidad especial del sentimiento. Y a la emoción, otra intensidad especial en la observación y entrega por parte de los sentidos. Hermana del pensar al fin y al cabo, precisamente por su naturaleza poética y su aguda capacidad de diferenciación.

En cuanto a la realidad, ella es también una narración, en el mismo sentido en que cada uno llevamos dentro nuestra prehistoria como un conjunto de relatos. Lejos de constituir categorías opuestas, facticidad y ficción se entrelazan. Redimamos a los hechos de la indiferencia. Nuestro lado subjetivo es necesario para enfrentarnos a ellos. Masas de realidad esperan, pues, a ser relatadas alguna vez.

Una dificultad: siendo imposible abarcar el mundo entero, el narrador debe hacer pasar por el ojo de su aguja el infinito material de imágenes, visiones y experiencias relevantes que desea conservar y poetizar.

Otra: ¿cómo hablar de la catástrofe de Fukushima? Günther Anders advertía con alarma y amargura sobre la incapacidad humana de reproducir en la imaginación el daño que pueden causar los propios productos (armamento y centrales nucleares en especial), así como de la incapacidad técnica para parar un accidente desencadenado. Alexander Kluge a su vez proyectará un sketch suyo de un bombero alemán en el caótico subsuelo de la central siniestrada, equipado ridículamente con un secador de pelo... lo que provoca carcajada general. Amor propio del profesional, orgulloso de poder poner en práctica al fin sus «conocimientos técnicos» de emergencia, sin hacerse preguntas sobre el para qué ni el porqué de su trabajo.

Si la intención de Anders era abrir los ojos sobre el peligro en que se mueve la humanidad, asumiendo el riesgo de «sermonear», Kluge transmite, careciendo de pretensión didáctica. Sabe que la obstinación en lo suyo de los receptores, su peculiaridad, no está a disposición de un autor, y que no existe tampoco una lógica demostrada en cuanto a la apropiación del contenido de los mensajes.

Nuevo insistir en la colaboración entre teoría y relato, y en lo fragmentario como camino de narración, no lineal, sino relativo a las fuerzas de gravedad y las constelaciones de cada tiempo. Coincidencia con lo anunciado antes por Walter Benjamin y Hannah Arendt. O con lo que llevó espléndidamente a cabo Eduardo Galeano en «Memoria del fuego». Kluge da asimismo buen ejemplo de ello aproximando géneros, deslizándose de uno a otro con agilidad, expresándose a saltos, contando historias y pasajes (auto)biográficos, derrochando con una ironía genial anécdotas e imágenes. No obstante, al revés de lo que ocurre con las apariciones en público de Slavoj Zizek, por ejemplo, no hay en Kluge nada mediático, espectacular o histriónico.

De cualquier forma, la realidad también es quebradiza y puede venirse abajo con estrépito de un momento a otro. Bajo su sólida apariencia viene a ser más bien «un tapiz tejido de agua», añade Kluge parafraseando al poeta Osip Mandelstam. Y a continuación pasa a recitar noticias cotidianas, publicadas por la prensa durante la primera guerra mundial, a las que tantos daban crédito y que resultaron ser grotescas mentiras. Por cierto, no superan en extravagancia a muchas de la actualidad sobre la crisis económica, pongamos por caso.

La tarde ha transcurrido inesperadamente veloz. La gente va dejando la sala mientras habla con animación, o se acerca al conferenciante, quien se esfuerza por atender a todos. Fuera, la hierba brilla con fuerza al sol, entre el pesado cemento y las vías rectilíneas que unen las facultades. Al contrario que al principio, después de «la lección de teoría», la impresión es que de estas conversaciones sí puede salir algo... interesante siquiera.

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