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El miedo a una debacle en la seguridad hace que la locura orweliana llegue a los Juegos de Londres

La locura orweliana ha llegado a la cita olímpica de Londres. El militarismo maníaco lo invade todo, los misiles tierra-aire dominan la metrópoli, los drones vuelan por el cielo -en nombre de objetivos «pacíficos», por supuesto- y la tradición jurídica británica, según la cual los domicilios de las personas son sus castillos, se ha convertido en una filosofía de conveniencia. La obsesión por que Londres no sea recordada como una edición donde la debacle de la seguridad marque la historia está llevando a una deriva securitaria de consecuencias imprevisibles. A ello se unido la noticia de que el contrato con la empresa británica de seguridad G4S ha resultado ser un fiasco, que esta no ha podido cumplir sus compromisos contractuales y que el ejército tendrá que cubrir ese vacío. De hecho, el ejército británico está ya haciendo planes de contingencia preparándose para lo peor. Miles de soldados, por tanto, muchos de ellos recién llegados de Afganistán, ocuparán las calles de Londres. Como reza el dicho, si la taza estaba bien llena, taza y media.

Los Juegos Olímpicos son una oportunidad de oro para que los securócratas y su complejo industrial y militar multiplique sus beneficios, para laminar aún más las libertades públicas.

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