LITERATURA
El amo y la sumisa
Iñaki URDANIBIA
Siempre que alguna mujer ha entrado en el campo de la literatura erótica se ha solido montar un cierto revuelo; es como si ese terreno fuese -como aquel brandy- cosa de hombres: ¿Tendría razón el yerno de Muhammad Alí, primer imán chií, cuando decía que «Alá dividió el deseo sexual en diez partes, y de ellas dio nueve a las mujeres»? Hay que sujetarlas para que el garrulo masculino no enloquezca o tal vez llevar el látigo cuando con ellas se va, que dijese Nietzsche.
Hace unos años, coincidencias de la vida, Almudena Grandes, Anna Rossetti y Marta Jaén publicaron, y hasta ganaron algún premio «sonriente». También tuvieron de soportar innumerables preguntas acerca de si habían hecho todo lo que contaban; preguntas que nunca se harían a un escritor varón. Nada diré de, años después, las confesiones de Catherine Millet, celebridad en el mundo de la crítica de arte en el país vecino, cuando publicó «La vida sexual de Catherine.M.». Ahora el morbo, y las ventas vienen de la mano de la anglosajona E.L. James y su picante -y multiventas- trilogía.
Por casualidades de la vida, una joven veintiañera, a punto de licenciarse en la universidad, entra en contacto con un hombre joven, elegante, guapo, sexy y rico empresario -con helicóptero y aviones, cochazos, buen pianista, espléndido regalador...-. El tal Christian Grey tiene de todo en abundancia. Por encargo de su vecina de piso, Anastasia Steelle le entrevisa para la revista universitaria y, desde el primer momento, se siente loquita, un mariposeo en el estómago le invade y la sangre le corre intensamente por todas las venas de su excitado cuerpo. En un plis plas, que vienen a ser cien páginas, la cosa se pone a punto de caramelo: ella, que es virgen y que tiene la autoestima más bien bajita, se sorprende al verse convertida en el centro de atracción de tan magnífico caballero, en cuyo pisazo tiene una sala pertrechada con todo tipo de instrumentos de tortura. Es «el cuarto rojo del dolor». No solo eso, sino que para poner en marcha la relación entre ambos le exige que firme un contrato en el que se marcan las condiciones: él manda y ella, a obedecer para hacerle feliz, dieta alimentaria, vida sana y ejercicios gimnásticos incluidos para estar en forma para el macho. Si ella no cumple alguno de los puntos pactados, será sometida, sin piedad, al castigo que Grey juzgue oportuno.
«Polvos vainilla» no
Estamos ante la historia de un deslumbrante príncipe azul -más bien podría decirse verde, el color del dólar- que deslumbra a la inocente chiquilla, flipada en colores ante el lujo al que le es dado asomarse, por medio de un caballero que huele bien, que tiene unos dedos largos y finos, unos labios para comérselos, un pelo húmedo y pelín revuelto... vamos una pocholada, y que la cuida como a una reina, llevándola a los mejores restaurantes, haciéndole probar los vinos más excelsos, vistiéndola al gusto de él. Aun no siendo servidor muy, ni poco, aficionado a las novelas rosa, las situaciones, las conversaciones y todo lo demás funciona de principio a fin como un continuo merengue dulzón y empalagoso envuelto, eso sí, con el preceptivo cuero sadomaso, los látigos y las esposas, más los bondages de rigor.
Hasta que Ana -también se la conoce con tal nombre- se deja llevar por Grey, su subconsciente (término utilizado en numerosísimas ocasiones contra todo rigor sicológico, que haría más propio el uso de «inconsciente»), que le reprende constantemente al ver por qué derroteros se está dejado llevar la joven, licenciada en literatura inglesa... Subconsciente que curiosamente es nombrado en femenino en varias ocasiones (pgs. 67-115-125, 321, 384, y... no sigo). También es cierto que las dudas de la mujer al verse avanzar, como Lou Reed, por el walk on the wild side (lado oscuro de la vida) no le dejan ver claro la dirección hacia la que es arrastrada por ese macho de sexualidad perversa.
El que avisa no es traidor y el tal Grey le advierte desde el principio que a él le va el sexo duro (nada de «polvos vainilla»), y que ella ha de obedecer. Ella se pliega a tales normas y acaba gozando como una verdadera... esclava que da por bueno lo que mande el amo, con tal de hacer feliz a este; con ciertas dudas, reticencias, reitero, y por supuesto con dolores varios. Nada que no se alivie con pomadas.
Si Ana siente curiosidad por conocer qué le ha llevado a su amo a estos gustos sexuales depravados (explicación causal sicológica incluida), no parece preocuparle en analizarse a sí misma, para conocer de dónde le viene a ella esa querencia concesiva a ser dominada y esclava.
Esta trilogía, que se presenta como un best-seller del que se han vendido más de quince millones de ejemplares en los Estados Unidos (¿se pueden equivocar millones de moscas...?) es toda una lección de sumisión, de obediencia, de dolor asumido para satisfacer al varón dominante... Francamente esta tri-novela es un mal camino para una educación sentimental y sexual sana e igualitaria, y un buen camino para reforzar los valores dominantes masculinos. Quede constancia de que no pretendo condenar juego sexual alguno siempre que sea por consentimiento mutuo, pero da la casualidad de que es el varón «domado» -diría Esther Vilar- quien usa la fusta para dominar a la mujer. Una vez más, y como siempre.