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Josu MONTERO Escritor y crítico

Olímpicos

Sometidos a los designios de dioses caprichosos y crueles como estamos, dioses que jamás descansan, ni siquiera en este ferragosto, sino que a lo sumo sestean aburridos en sus cumbres olímpicas, uno no puede por menos que admirar la sabiduría de los antiguos griegos, que imaginaron un universo regido por implacables pero a la vez tan humanísimos dioses, un clan en el que junto al dios de la guerra o del comercio habitaba un dios de la poesía o del vino. Los humanos eran quienes padecían las ambiciones, desavenencias y rifirrafes entre ellos.

El Festival Clásico de Mérida se abrió a comienzos de julio con «Hélade», espectáculo construido a partir de la lectura de textos de autores helenos: desde Homero o Esquilo hasta Dimitris Christoulas, el suicida de la plaza Sintagma; la lectura de la carta que dejó junto a su cadáver, a cargo de Pou, es uno de los momentos más intensos de la obra. Veinticinco siglos. El arte es un puente que atraviesa el tiempo, o una aguja que sutura la herida abierta y provoca que aflore en nosotros lo más auténticamente humano; nos humaniza, lo que tanta falta nos hace sometidos como estamos a un cúmulo de estímulos que apelan a nuestros más bajos instintos o a nuestras más baratas pasiones, y que nos hacen vivir sin peso, sin gravedad -hombres huecos-, inermes ante los designios de los dioses.

Sonados por las grandiosas hazañas sin parangón de los deportistas olímpicos, por los alegres festejos patronales que sin parar se suceden, por las merecidas vacaciones en el chiringuito playero, este agosto está preñado de ese tenso silencio y de esa pantanosa ausencia de acción que muchos directores de westerns colocan en sus películas antes del duelo a muerte final, en este caso la debacle del 1 de setiembre (Ah, no, que este año cae en sábado), se pospone pues al día 3.

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