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Arantza Santesteban Historialaria

Cultura oficial, cultura marginal

Algunos autores, que han reflexionado sobre la «cultura de la Transición», concluyen, 35 años después, que la desactivación de la cultura fue la una de las cesiones de la izquierda al nombrado proceso

Hay momentos en los que a algunas nos da por acudir a museos o galerías a contemplar artilugios, artefactos y, a veces, hasta cuadros, colgados de paredes dispuestas con tal propósito. Cuando me interrogo sobre el porqué de estos deslices culturales, las preguntas suelen caer en el vacío. Me muevo entre esas grandes corrientes de presupuestos sociales que van desde aquellos que dicen que acudir a las exposiciones es alimentar el espíritu y entre los que consideran el hecho en sí como algo totalmente innecesario y síntoma de una mentalidad pequeño-burguesa. Ambas posturas tienen su parte de razón y es por ello que cada vez siento menos pudor al decir que me reconozco sumergiéndome en mi papel de espectadora novata tratando de hacerme la interesante ante obras que muchas veces me dejan totalmente indiferente pero que en otras muchas ocasiones me producen un enorme placer. Qué le voy a hacer, probablemente estamos acostumbradas a ser consumidoras teledirigidas que acuden a los citados lugares a contemplar la exclusividad de la obra artística que ha conseguido la categoría de lo consumible y lo pagable.

En todo caso, hay algo mucho más profundo que subyace tras el hecho del cuestionamiento como espectador o espectadora. La cuestión no es la clásica pregunta de qué es el arte o de si todo lo que se expone es arte o no. No tengo ninguna duda de que todo proceso reflexivo y creativo genera como resultado una obra artística. La verdadera cuestión es saber dónde, cuándo y quién hace arte y si tan solo es arte aquello que las políticas culturales públicas han determinado encasillar en esos lugares llamados museos. Guillem Martinez y otros autores y autoras representantes de la cultura estatal han reflexionado sobre el fenómeno cultural en el recién publicado libro «CT o la Cultura de la Transición».

Cabe decir que en amplios sectores políticos y sociales se constató durante la propia Transición que esa política de pactos y consensos suponía aceptar el marco político y las reglas del juego establecidas entre la derecha hegemónica y la nueva izquierda. Los citados autores concluyen, 35 años después, que la desactivación de la cultura fue la una de las cesiones de la izquierda al nombrado proceso. Habría sido esta una cesión con consecuencias dramáticas para el hecho cultural en sí, ya que a partir de ese momento el establecimiento de las reglas culturales lo dispondría el Estado, atribuyéndose así la capacidad de determinar cuál es la cultura oficial y cuál la marginal. La oficial, está claro, aquella que yo, y otras muchas personas, consumo con cara de interesante y que a la democracia de mercado le interesa mercantilizar en las galerías; la marginal, aquella que no tiene el reconocimiento oficial, ya que en muchos casos lo desafía, y que, sin embargo, emana de cada poro de la piel de muchas personas que entienden el hecho creativo como una gran fuerza que les impulsa a comunicar cosas.

Así pues, deberíamos devolver a la cultura su capacidad desestabilizadora y problematizadora, y también la capacidad de ser responsable única ante sí misma.

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